Fotografía de Jorge Luis Borges.
lunes, 9 de noviembre de 2015
El libro de arena. J. L. Borges
lunes, 5 de octubre de 2015
miércoles, 23 de septiembre de 2015
miércoles, 16 de septiembre de 2015
lunes, 14 de septiembre de 2015
jueves, 25 de junio de 2015
martes, 16 de junio de 2015
La vida es sueño

LA VIDA ES SUEÑO de Pedro Calderón de la Barca
Personajes:

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ROSAURA, dama
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SEGISMUNDO, príncipe
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CLOTALDO, viejo
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ESTRELLA, infanta
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CLARÍN, gracioso
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BASILIO, rey de Polonia
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ASTOLFO, infante
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GUARDAS
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SOLDADOS
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MÚSICOS
Obra digitalizada en el siguiente enlace:
http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/literaturaespanola/calderon/Lavidaessueno/index.asp ![]() ![]()
Pedro Calderón de la Barca (1600 -1681), dramaturgo y poeta español, fue el último de importancia de los Siglos de Oro de la literatura española, ya entrando en el período barroco.
Nació en Madrid y estudió en el Colegio Imperial de los Jesuitas. A los 13 años escribió su primera comedia.
Inició estudios en la Universidad de Alcalá en 1614, pero al ocurrir el fallecimiento de su padre, se vio envuelto con sus hermanos en un conflicto de herencia, con su madrastra, pues el padre era viudo y casado en segundas nupcias.
En 1615 ingresó en la Universidad de Salamanca, y se recibió de Bachiller en 1620. Fue soldado en Italia y Flandes, luego regresó a España, se vio envuelto en nuevos pleitos, pero a la vez, comenzó la etapa de mayor producción del escritor.
En 1637 el rey le impuso el hábito de Santiago. En 1615 se ordenó sacerdote y en 1653 fue nombrado Capellán. Vivió en la corte y continuó su labor literaria hasta que falleció en 1681 en Madrid.
Sus obras:
Escribió 111 comedias y 70 autos.
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domingo, 7 de junio de 2015
La dama de negro
http://cronicasmundosocultos.blogspot.com.ar/2010/02/la-leyenda-de-la-dama-vestida-de-negro.html
La leyenda de la dama vestida de negro
La leyenda de la dama vestida de negro

En la localidad de San Gregorio, a pocos kilómetros de la ciudad de Venado Tuerto, en la Provincia de Santa Fe (Argentina), existe una historia sorprendente. Sus pobladores relatan que una mañana de cerrada llovizna, hace ya muchos años, un abastecedor del frigorífico Maru de Rufino encontró en la ruta 14 a una mujer vestida de negro que se encontraba haciendo “dedo” para que alguien la llevara.
El hombre, la llevó hasta la ciudad y cuando la dama se bajó, tras agradecerle por haberla acercado hasta escasa media cuadra de su casa, le dijo su nombre: Nancy Núñez. Poco después, el hombre se enteró de que Nancy Núñez había fallecido un año y medio atrás en un extraño accidente, cuando la avioneta que piloteaba su marido había perdido una de sus ruedas impactando en el auto que ella conducía, lo que le había causado la muerte instantáneamente. El sorprendido abastecedor descubrió también que el lugar en donde había parado para levantar a la mujer (entre Cristophersen y San Gregorio), era exactamente el sitio donde había ocurrido la tragedia que poco antes había conmocionado a la localidad. Otros testimonios dan cuenta de la misma aparición, en la misma ruta, a la altura del lugar del accidente.
La Leyenda del Castillo de Tudela
La Leyenda del Castillo de Tudela 
Era el señor del castillo de Tudela un anciano caballero, Don Ares, que cuidaba de su hija Irene, la cual era, bella, laboriosa y de muy buen corazón.
Un día en que ambos estaban en el salón del castillo, oyeron unos gritos en la puerta. Al acercarse a ver, vieron a un moro que solicitaba asilo en el castillo pues se había perdido. Don Ares, ordenó que pasara y que lo instalasen en la habitación de invitados para que descansase.
Y así se hizo. Cuando estuvo más descansado y cambiado de ropa se presentó ante Don Ares y su hija.
Irene, quedó al momento prendada de aquél apuesto galán. Cenaron todos juntos y después se retiraron a sus respectivas alcobas para dormir.
Al día siguiente Don Ares se llevó al joven moro de cacería. Toparon con unas huellas de oso y Don Ares quedando un poco rezagado de las demás gentes, se encontró con él y le dejó malherido.
Al oir los gritos la gente corrió hacia donde estaba Don Ares. Consiguieron espantar al oso que huyó por los matorrales pero Don Ares estaba tocado de muerte.
Lo llevaron hacia el castillo, donde Irene le atendió de sus heridas, pero no había nada que hacer, así que le susurró :
- Hija mía, me voy con tu madre, aunque con gran pesar, puesto que no me gusta dejarte aquí sola. Pero has de prometerme que nunca abandonarás tu tierra ni renunciarás a tu fe.
Irene, rota del dolor, así lo juró y tomando la mano de su padre le acompaño hasta el último momento.
Se le prepararon los funerales y una vez hechos, Don Ares fue enterrado.
El joven moro, una vez que Don Ares recibió sepultura, se acercó a Irene y le confesó su amor. Irene que seguía enamoradísima de él, le dijo, que por la noche, se fugarían juntos y se marcharían a las tierras del moro donde allí serían felices.
Pero cuando ya estaban para marchar, se propagó un misterioso fuego que comenzó a prender todo el castillo. Envueltos en llamas, los amantes escapan por un pasadizo que todavía no había prendido, corrieron para no ser alcanzados por las llamas y cuando llegaron al final se encontraron con el difunto Don Ares que les cerraba la salida con la espada.
Allí perecieron los amantes; el castillo se quemó y solo quedan unas ruinas en lo alto del Pico Castiello.
martes, 2 de junio de 2015
Cuentos de Poe
El corazón delator
Edgar Allan Poe
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EL GATO NEGRO
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi
carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande
que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis
compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis
padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado
la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que
cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi
carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se
convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos
que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y
sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza
o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el
generoso y abnegado amor de un animal que llega
directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha
probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera
mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales
domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más
agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores,
un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura,
completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco
supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia
popular de que todos los gatos negros son brujas
metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y
sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón —tal era el nombre del gato— se había convertido en
mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me
seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que
anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales
(enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se
alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia.
Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e
indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a
hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle
violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron
igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba,
sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo,
conservé suficiente consideración como para abstenerme de
maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el
perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se
cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba
—pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?—, y
finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto,
algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal
humor. Una noche en que volvía a casa completamente embriagado,
después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que
el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado
por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto
se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que
hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi
cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la
ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo
del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre
animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo.
Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable
atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube
disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que
el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen
cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no
alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los
excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo
sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita
donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el
animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre,
por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al
verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser
para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal
que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no
tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la PERVERSIDAD.
La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo,
tan seguro estoy de que mi alma existe, como de que la
perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón
humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de
esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no
se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que
cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que
no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia
permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una
tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo
hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como
he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi
alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de
hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y,
finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la
inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un
lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo
ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más
amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué
porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro
de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué
porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado
mortal que comprometería mi alma hasta llevarla —si ello fuera
posible— más allá del alcance de la infinita misericordia del
Dios más misericordioso y más terrible. La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción
me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama
eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran
dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un
sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se
perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la
desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de
causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy
detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún
eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar
las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que
quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor,
situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes
la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la
acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una
densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias
personas parecían examinar parte de la misma con gran
atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras
similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la
blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la
imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez
verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del
pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición —ya que no podía considerarla
otra cosa— me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero
la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse
la alarma del incendio, la multitud había invadido
inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar
al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda,
habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la
caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad
contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción
de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que
acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi
conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó
profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no
pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo
dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin
serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida
del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente
frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que
pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una
taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro
posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que
constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos
minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no
haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo
alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro
muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a
éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque
indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando
con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis
atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que
precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su
compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era
suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a
casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití
que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y
acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de
inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia
aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había
anticipado, pero —sin que pueda decir cómo ni por qué— su
marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba.
Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta
alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el
animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de
antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me
abstuve de pegarle o de hacerle víctima de cualquier violencia;
pero gradualmente —muy gradualmente— llegué a mirarlo con
inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable
presencia, como si fuera una emanación de la peste. Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue
descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que
aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue
precisamente la que le hizo más grato a mi mujer, quien, como
ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios
que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de
mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado
que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me
costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara
venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas,
prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se
metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien
clavaba sus largas y afilainsensatas quimeras que sería dado concebir—. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del PATÍBULO! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte! Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso —pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme— apoyado eternamente sobre mi corazón. Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba. Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies. Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas. El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso. No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano". Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma. Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada. Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia. —Caballeros —dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera—, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez. Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón. ¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación. Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba! das uñas en mis ropas, para poder
trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba
aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el
recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo —quiero
confesarlo ahora mismo— por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y,
sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me
siento casi avergonzado de reconocer —sí, aún en esta celda de
criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el
terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era
intensificado por una de las más
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