domingo, 22 de marzo de 2015

Selección de cantos de La Odisea


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CANTO I 
LOS DIOSES DECIDEN EN ASAMBLEA EL RETORNO DE ODISEO
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 Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos senderos, que anduvo errante mucho después de Troya sagrada asolar; vió muchas ciudades de hombres y conoció su talante, y dolores sufrió sin cuento en el mar tratando de asegurar la vida y el retorno de sus compañeros. Mas no consiguió salvarlos, con mucho quererlo, pues de su propia insensatez sucumbieron víctimas, ¡locas! de Hiperión Helioslas vacas comieron, y en tal punto acabó para ellos el día del retorno. Diosa, hija de Zeus, también a nosotros, cuéntanos algún pasaje de estos sucesos. Ello es que todos los demás, cuantos habían escapado a la amarga muerte, estaban en casa, dejando atrás la guerra y el mar. Sólo él estaba privado de regreso y esposa, y lo retenía en su cóncava cueva la ninfa Calipso, divina entre las diosas, deseando que fuera su esposo. Y el caso es que cuando transcurrieron los años y le llegó aquel en el que los dioses habían hilado que regresara a su casa de Itaca, ni siquiera entonces estuvo libre de pruebas; ni cuando estuvo ya con los suyos. Todos los dioses se compadecían de él excepto Poseidón, quién se mantuvo siempre rencoroso con el divino Odiseo hasta que llegó a su tierra. Pero había acudido entonces junto a los Etiopes que habitan lejos (los Etiopes que están divididos en dos grupos, unos donde se hunde Hiperión y otros donde se levanta), para asistir a una hecatombe de toros y carneros; en cambio, los demás dioses estaban reunidos en el palacio de Zeus Olímpico. Y comenzó a hablar el padre de hombres y dioses, pues se había acordado del irreprochable Egisto, a quien acababa de matar el afamado Orestes, hijo de Agamenón. Acordóse, pues, de éste, y dijo a los inmortales su palabra: «¡Ay, ay, cómo culpan los mortales a los dioses!, pues de nosotros, dicen, proceden los males. Pero también ellos por su estupidez soportan dolores más allá de lo que les corresponde. Así, ahora Egisto ha desposado cosa que no le correspondía a la esposa legítima del Atrida y ha matado a éste al regresar; y eso que sabía que moriría lamentablemente, pues le habíamos dicho, enviándole a Hermes, al vigilante Argifonte, que no le matara ni pretendiera a su esposa. "Que habrá una venganza por parte de Orestes cuando sea mozo y sienta nostalgia de su tierra." Así le dijo Hermes, mas con tener buenas intenciones no logró persuadir a Egisto. Y ahora las ha pagado todas juntas.» Y le contestó luego la diosa de ojos brillantes, Atenea: «Padre nuestro Cronida, supremo entre los que mandan, ¡claro que aquél yace víctima de una muerte justa!, así perezca cualquiera que cometa tales acciones. Pero es por el prudente Odiseo por quien se acongoja mi corazón, por el desdichado que lleva ya mucho tiempo lejos de los suyos y sufre en una isla rodeada de corriente donde está el ombligo del mar. La isla es boscosa y en ella tiene su morada una diosa, la hija de Atlante, de pensamientos perniciosos, el que conoce las profundidades de todo el mar y sostiene en su cuerpo las largas columnas que mantienen apartados Tierra y Cielo. La hija de éste lo retiene entre dolores y lamentos y trata continuamente de hechizarlo con suaves y astutas razones para que se olvide de Itaca; pero Odiseo, que anhela ver levantarse el humo de su tierra, prefiere morir. Y ni aun así se te conmueve el corazón, Olímpico. ¿Es que no te era grato Odiseo cuando en la amplia Troya te sacrificaba víctimas junto a las naves aqueas? ¿Por qué tienes tanto rencor, Zeus?» Y le contestó el que reúne las nubes, Zeus: «Hija mía, ¡qué palabra ha escapado del cerco de tus dientes! ¿Cómo podría olvidarme tan pronto del divino Odiseo, quien sobresale entre los hombres por su astucia y más que nadie ha ofrendado víctimas a los dioses inmortales que poseen el vasto cielo? Pero Poseidón, el que conduce su carro por la tierra, mantiene un rencor incesante y obstinado por causa del Cíclope a quien aquél privó del ojo, Polifemo, igual a los dioses, cuyo poder es el mayor entre los Cíclopes. Lo parió la ninfa Toosa, hija de Forcis, el que se cuida del estéril mar, uniéndose a Poseidón en profunda cueva. Por esto, Poseidón, el que sacude la tierra, no mata a Odiseo, pero lo hace andar errante lejos de su tierra patria. Conque, vamos, pensemos todos los aquí presentes sobre su regreso, de forma que vuelva. Y Poseidón depondrá su cólera; que no podrá él solo rivalizar frente a todos los inmortales dioses contra la voluntad de éstos.» Y le contestó luego la diosa de ojos brillantes, Atenea: «Padre nuestro Cronida, supremo entre los que mandan, si por fin les cumple a los dioses felices que regrese a casa el muy astuto Odiseo, enviemos enseguida a Hermes, al vigilante Argifonte, para que anuncie inmediatamente a la Ninfa de lindas trenzas nuestra inflexible decisión: el regreso del sufridor Odiseo. Que yo me presentaré en Itaca para empujar a su hijo y ponerle valor en el pecho a que convoque en asamblea a los aqueos de largo cabello a fin de que pongan coto a los pretendientes que siempre le andan sacrificando gordas ovejas y cuernitorcidos bueyes de rotátiles patas. Lo enviaré también a Esparta y a la arenosa Pilos para que indague sobre el regreso de su padre, por si oye algo, y para que cobre fama da valiente entre los hombres.» Así diciendo, ató bajo sus pies las hermosas sandalias inmortales, doradas, que la suelen llevar sobre la húmeda superficie o sobre tierra firme a la par del soplo del viento. Y tomó una fuerte lanza con la punta guarnecida de agudo bronce, pesada, grande, robusta, con la que domeña las filas de los héroes guerreros contra los que se encoleriza la hija del padre Todopoderoso. Luego descendió lanzándose de las cumbres del Olimpo y se detuvo en el pueblo de Itaca sobre el pórtico de Odiseo, en el umbral del patio. Tenía entre sus manos una lanza de bronce y se parecía a un forastero, a Mentes, caudillo de los tafios. Y encontró a los pretendientes. Éstos complacían su ánimo con los dados delante de las puertas y se sentaban en pieles de bueyes que ellos mismos habían sacrificado. Sus heraldos y solícitos sirvientes se afanaban, unos en mezclar vino con agua en las cráteras, y los otros en limpiar las mesas con agujereadas esponjas; se las ponían delante y ellos se distribuían carne en abundancia. El primero en ver a Atenea fue Telémaco, semejante a un dios; estaba sentado entre los pretendientes con corazón acongojado y pensaba en su noble padre: ¡ojalá viniera e hiciera dispersarse a los pretendientes por el palacio!, ¡ojalá tuviera él sus honores y reinara sobre sus posesiones! Mientras esto pensaba sentado entre los pretendientes, vió a Atenea. Se fue derecho al pórtico, y su ánimo rebosaba de ira por haber dejado tanto tiempo al forastero a la puerta. Se puso cerca, tomó su mano derecha, recibió su lanza de bronce y le dirigió aladas palabras: «Bienvenido, forastero, serás agasajado en mi casa. Luego que hayas probado del banquete, dirás qué precisas.» Así diciendo, la condujo y ella le siguió, Palas Atenea. Cuando ya estaban dentro de la elevada morada, llevó la lanza y la puso contra una larga columna, dentro del pulimentado guardalanzas donde estaban muchas otras del sufridor Odiseo. La condujo e hizo sentar en un sillón y extendió un hermoso tapiz bordado; y bajo sus pies había un escabel. Al lado colocó un canapé labrado lejos de los pretendientes, no fuera que el huésped, molesto por el ruido, no se deleitara con el banquete alcanzado por sus arrogancias y para preguntarle sobre su padre ausente. Y una esclava derramó sobre fuente de plata el aguamanos que llevaba en hermosa jarra de oro, para que se lavara, y al lado extendió una mesa pulimentada. Luego la venerable ama de llaves puso comida sobre ella y añadió abundantes piezas escogidas, favoréciéndole entre los que estaban presentes. El trinchante les ofreció fuentes de toda clase de carnes que habían sacado del trinchador y a su lado colocó copas de oro. Y un heraldo se les acercaba a menudo y les escanciaba vino. Luego entraron los arrogantes pretendientes y enseguida comenzaron a sentarse por orden en sillas y sillones. Los heraldos les derramaron agua sobre las manos, las esclavas amontonaron pan en las canastas y los jóvenes coronaron de vino las cráteras. Y ellos echaron mano de los alimentos que tenían dispuestos delante. Después que habían echado de sí el deseo de comer y beber, ocuparon su pensamiento el canto y la danza, pues éstos son complementos de un banquete; así que un heraldo puso hermosa cítara en manos de Femio, quien cantaba a la fuerza entre los pretendientes, y éste rompió a cantar un bello canto acompañándose de la cítara. Entonces Telémaco se dirigió a Atenea, de ojos brillantes, y mantenía cerca su cabeza para que no se enteraran los demás: «Forastero amigo, ¿vas a enfadarte por lo que te diga? Éstos se ocupan de la cítara y el canto ¡y bien fácilmente! , pues se están comiendo sin pagar unos bienes ajenos, los de un hombre cuyos blancos huesos ya se están pudriendo bajo la acción de la lluvia, tirados sobre el litoral, o los voltean las olas en el mar. ¡Si al menos lo vieran de regreso a Itaca...! Todos desearían ser más veloces de pies que ricos en oro y vestidos. Sin embargo, ahora ya está perdido de aciago destino, y ninguna esperanza nos queda por más que alguno de los terrenos hombres asegure que volverá. Se le ha acabado el día del regreso. «Pero, vamos, dime esto e infórmame con verdad : ¿quién, de dónde eres entre los hombres?, ¿dónde están tu ciudad y tus padres?, ¿en qué nave has llegado?, ¿cómo te han conducido los marineros hasta Itaca y quiénes se precian de ser? Porque no creo en absoluto que hayas llegado aquí a pie. Dime también con verdad, para que yo lo sepa, si vienes por primera vez o eres huésped de mi padre; que muchos otros han venido a nuestro palacio, ya que también él hacía frecuentes visitas a los hombres.» Y Atenea, de ojos brillantes, se dirigió a él: «Claro que te voy a contestar sinceramente a todo esto. Afirmo con orgullo ser Mentes, hijo de Anquíalo, y reino sobre los tafios, amantes del remo. Ahora acabo de llegar aquí con mi nave y compañeros navegando sobre el ponto rojo como el vino hacia hombres de otras tierras; voy a Temesa en busca de bronce y llevo reluciente hierro. Mi nave está atracada lejos de la ciudad en el puerto Reitro, a los pies del boscoso monte Neyo. Tenemos el honor de ser huéspedes por parte de padre; puedes bajar a preguntárselo al viejo héroe Laertes, de quien afirman que ya no viene nunca a la ciudad y sufre penalidades en el campo en compañía de una anciana sierva que le pone comida y bebida cuando el cansancio se apodera de sus miembros, de recorrer penosamente la fructífera tierra de sus productivos viñedos. «He venido ahora porque me han asegurado que tu padre estaba en el pueblo. Pero puede que los dioses lo hayan detenido en el camino, porque en modo alguno esta muerto sobre la tierra el divino Odiseo, sino que estará retenido, vivo aún, en algún lugar del ancho mar, en alguna isla rodeada de corriente donde lo tienen hombres crueles y salvajes que lo sujetan contra su voluntad. «Así que te voy a decir un presagio porque los inmortales lo han puesto en mi pecho y porque creo que se va a cumplir, no porque yo sea adivino ni entienda una palabra de aves de agüero : ya no estará mucho tiempo lejos de su tierra patria, ni aunque lo retengan ligaduras de hierro. Él pensará cómo volver, que es rico en recursos. «Pero, vamos, dime e infórmame con verdad si tú, tan grande ya, eres hijo del mismo Odiseo. Te pareces a aquél asombrosamente en la cabeza y los lindos ojos; que muy a menudo nos reuníamos antes de embarcar él para Troya, donde otros argivos, los mejores, embarcaron en las cóncavas naves. Desde entonces no he visto a Odiseo, ni él a mí.» Y Telémaco le contestó discretamente: «Desde luego, huésped, te voy a hablar sinceramente. Mi madre asegura que soy hijo de él; yo, en cambio, no lo sé; que jamás conoció nadie por sí mismo su propia estirpe. ¡Ojalá fuera yo el hijo dichoso de un hombre al que alcanzara la vejez en medio de sus posesiones! Sin embargo, se ha convertido en el más desdichado de los mortales hombres aquél de quien dicen que yo soy hijo, ya que me lo preguntas.» Y Atenea, de ojos brillantes, se dirigió a él: Seguro que los dioses no te han dado linaje sin nombre, puesto que Penélope te ha engendrado tal como eres. Conque, vamos, dime esto e infórmame con verdad : ¿qué banquete, qué reunión es ésta y que necesidad tienes de ella? ¿Se trata de un convite o de una boda?, porque seguro que no es una comida a escote: ¡tan irrespetuosos me parece que comen en el palacio, más de lo conveniente! Se irritaría viendo tantas torpezas cualquier hombre con sentido común que viniera.» Y Telémaco le contestó discretamente: 
«Huésped, puesto que me preguntas esto a inquieres, este palacio fue en otro tiempo seguramente rico a irreprochable mientras aquel hombre estaba todavía en casa. Pero ahora los dioses han decidido otra cosa maquinando desgracias; lo han hecho ilocalizable más que al resto de los hombres. No me lamentaría yo tanto por él aunque estuviera muerto, si hubiera sucumbido entre sus compañeros en el pueblo de los troyanos o entre los brazos de los suyos, una vez que hubo cumplido la odiosa tarea de la guerra. En este caso le habría construido una tumba el ejército panaqueo y habría cosechado para el futuro un gran renombre para su hijo. Sin embargo, las Harpías se lo han llevado sin gloria; se ha marchado sin que nadie lo viera, sin que nadie le oyera, y a mí sólo me ha legado dolores y lágrimas. «Pero no solo lloro y me lamento por aquél; que los dioses me han proporcionado otras malas preocupaciones, pues cuantos nobles reinan sobre las islas Duliquio, Same y la boscosa Zantez y cuantos son poderosos en la escarpada Itaca pretenden a mi madre y arruinan mi casa. Ella ni se niega al odioso matrimonio ni es capaz de ponerles coto, y ellos arruinan mi hacienda comiéndosela. Luego acabarán incluso conmigo mismo.» Y le contestó, irritada, Palas Atenea: «¡Ay, ay, mucha falta te hace ya el ausente Odiseo!; que pusiera él sus manos sobre los desvergonzados pretendientes. Pues si ahora, ya de regreso, estuviera en pie ante el pórtico del palacio sosteniendo su hacha, su escudo y sus dos lanzas tal como yo le vi por primera vez en nuestro palacio bebiendo y gozando del banquete recién llegado de Efira, del palacio de Mermérida... (había marchado allí Odiseo en rápida nave para buscar veneno homicida con que untar sus broncíneas flechas. Aquél no se lo dió, pues veneraba a los dioses que viven siempre, pero se lo entregó mi padre, pues lo amaba en exceso). ¡Con tal atuendo se enfrentara Odiseo con los pretendientes! Corto el destino de todos sería y amargas sus nupcias. Pero está en las rodillas de los dioses si tomará venganza en su palacio al volver o no. «En cuanto a ti, te ordeno que pienses la manera de echar del palacio a los pretendientes. Conque, vamos, escúchame y presta atención a mis palabras: convoca mañana en asamblea a los héroes aqueos y hazles a todos manifiesta tu palabra; y que los dioses sean testigos. Ordena a los pretendientes que se dispersen a sus casas, y a tu madre.., si su deseo la impulsa a casarse, que vuelva al palacio de su poderoso padre; le prepararán unas nupcias y le dispondrán una dote abundante, cuanta es natural que acompañe a una hija querida. «A ti, sin embargo, te voy a aconsejar sagazmente, por si quieres obedecerme: bota una nave de veinte remos, la mejor, y marcha para informarte sobre tu padre largo tiempo ausente, por si alguno de los mortales pudiera decirte algo o por si escucharas la Voz que viene de Zeus, la que, sobre todas, lleva a los hombres las noticias. «Primero dirígete a Pilos y pregunta al divino Néstor, y desde allí a Esparta al palacio del rubio Menelao, pues él ha llegado al postrero de los aqueos que visten bronce. Si oyes de tu padre que vive y está de vuelta, soporta todavía otro año, aunque tengas pesar; pero si oyes que ha muerto y que ya no vive, regresa enseguida a tu tierra patria, levanta una tumba en su honor y ofréndale exequias en abundancia, cuantas están bien. Y entrega tu madre a un marido. Luego que esto hayas concluido, medita en tu mente y en tu corazón la manera de matar a los pretendientes en tu casa con engaño o a las claras. Y es preciso que no juegues a cosas de niños, pues no eres de edad para hacerlo. ¿No has oído qué fama ha cobrado el divino Orestes entre todos los hombres por haber matado al asesino de su padre, a Egisto fecundo en ardides, porque había quitado la vida a su ilustre padre? También tú, amigo —pues te veo vigoroso y bello —, sé valiente para que alguno de tus descendientes hable bien de ti. Yo me marcho ahora mismo a la rápida nave junto a mis compañeros, que deben estar cansados de tanto esperarme. Tú ocúpate de esto y presta oídos a mis palabras.» Y le contestó Telémaco discretamente: «Huésped, en verdad dices esto con sentimientos amigos, como un padre a su hijo, y jamás los echaré a olvido. Mas, vamos, quédate ahora por muy deseoso que estés del camino, para que después de bañarte y gozar en tu pecho marches alegre a la nave portando un presente, un regalo estimable y hermoso que será para ti un tesoro de mí, como los que hospedan dan a sus huéspedes.» Y contestó luego Atenea, de ojos brillantes: «No me detengas más, que ya ansío el camino. El regalo que tu corazón te empuje a darme, entrégamelo cuando vuelva otra vez para llevarlo a casa. Escoge uno bueno de verdad y tendrás otro igual en recompensa.» Así hablando, partió la de ojos brillantes, Atenea, y se remontó como un ave, e infundió audacia en el pecho de Telémaco y valentía. Pero después de reflexionar en su mente quedó estupefacto, pues pensó que era un dios. Y, mortal a los dioses igual, marchó enseguida junto a los pretendientes. Entre éstos estaba cantando el ilustre aedo, y ellos escuchaban sentados en silencio. Cantaba el regreso de los aqueos que Palas Atenea les había deparado funesto desde Troya. La hija de Icario, la prudente Penélope, acogió en su pecho el inspirado canto desde el piso de arriba y descendió por la elevada escalera de su palacio; mas no sola, que la acompañaban dos siervas. Cuando hubo llegado a los pretendientes la divina entre las mujeres, se detuvo junto al pilar central del techo labrado llevando ante sus mejillas un grueso velo, y a cada lado se puso una fiel sirvienta. Luego habló llorando al divino aedo: «Femio, sabes otros muchos cantos, hechizo de los mortales, hazañas de hombres y dioses que los aedos hacen famosas. Cántales uno de éstos sentado a su lado y que ellos beban su vino en silencio; mas deja ya ese canto triste que me está dañando el corazón dentro del pecho, puesto que a mí sobre todos me ha alcanzado un dolor inolvidable, pues añoro, acordándome continuamente, la cabeza de un hombre cuyo renombre es amplio en la Hélade y hasta el centro de Argos». Y Telémaco le dijo discretamente: «Madre mía, ¿qué reprochas al amable aedo que nos deleite como le impulse su voluntad? No son los aedos culpables, sino en cierto sentido Zeus, el que dota a los hombres que comen grano como quiere a cada uno». Para éste no habrá castigo porque cante el destino aciago de los dánaos, pues éste es el canto que más celebran los hombres, el que llega más reciente a los oyentes. «Que tu corazón y tu espíritu soporten escucharlo, pues no sólo Odiseo perdió en Troya el día de su regreso, que también perecieron otros muchos hombres. Conque marcha a tu habitación y cuídate de tu trabajo, el telar y la rueca, y ordena a las esclavas que se ocupen del suyo. La palabra debe ser cosa de hombres, de todos, y sobre todo de mí, de quien es el poder en este palacio.» Admiróse ella y se encaminó de nuevo a su habitación, pues puso en su interior la palabra discreta de su hijo. Subió al piso de arriba en companía de las esclavas y luego rompió a llorar a Odiseo su esposo hasta que Atenea, de ojos brillantes, echo dulce sueño sobre sus parpados. Los pretendientes rompieron a alborotar en el sombrío mégarony deseaban todos acostarse en su cama al lado de ella. Entonces comenzó a hablarles Telémaco discretamente: «Pretendientes de mi madre que tenéis excesiva insolencia, gocemos ahora con el banquete y que no haya vocerío, puesto que lo mejor es escuchar a un aedo como éste, semejante en su voz a los dioses». «Al amanecer marchemos a la plaza y sentemonos todos para que os diga sin empacho que salgáis de mi palacio, os preparéis otros banquetes y comáis vuestros propios bienes invitándoos mutuamente. Pero si os parece lo mejor y más acertado destruir sin pagar la hacienda de un solo hombre, consumidla. Yo clamaré a los dioses, que viven siempre, por si Zeus de algun modo me concede que vuestras obras sean castigadas: pereceréis al punto, sin nadie que os vengue, dentro de este palacio!» Así habló, y todos clavaron los dientes en sus labios. Estaban admirados de Telémaco porque había hablado audazmente. Y Antínoo, hijo de Eupites, se dirigió a él: «Telémaco, seguramente los dioses mismos te enseñan a ser ya arrogante en la palabra y a hablar audazmente. ¡Que el hijo de Crono no te haga rey de Itaca, rodeada de mar, cosa que por linaje te corrresponde como herencia paterna! » Y Telemaco le contestó discretamente: «Antínoo, aunque te enojes conmigo por lo que voy a decir, esto es precisamente lo que quisiera yo obtener si Zeus me lo concede. ¿O acaso crees que es lo peor entre los hombres? No es nada malo ser rey, no; rapidamente tu palacio se hace rico y tu mismo más respetado. Pero hay muchos otros personajes reales en Itaca, rodeada de mar; que uno de ellos ocupe el trono, muerto el divino Odiseo. Yo seré soberano de mi palacio y de los esclavos que el divino Odiseo tomó para mi como botin. »
Y Eurímaco, hijo de Pólibo, le dijo a su vez: «Telémaco, en verdad está en las rodillas de los dioses quién de los aqueos va a reinar en Itaca, rodeada de mar; tú harías mejor en conservar tus posesiones y reinar sobre tus esclavos. ¡Cuidado no venga algún hombre que lo prive de tus posesiones por la fuerza, contra tu voluntad, mientras Itaca siga habitada! «Pero quiero, excelente, preguntarte sobre el forastero de dónde es, de qué tierra se precia de ser y dónde tiene ahora su linaje y heredad paterna. ¿Acaso trae un mensaje de tu padre ausente o ha llegado aquí por algún asunto propio? Cuán rápido se levantó y marchó enseguida sin esperar a que lo conociéramos. Desde luego no parecía en su aspecto un hombre del pueblo.» Y Telémaco le contestó discretamente: «Eurímaco, con certeza se ha acabado el regreso de mi padre. No hago ya caso a noticia alguna, venga de donde viniere, ni presto oídos al oráculo de procedencia divina que mi madre pueda comunicarme llamándome al mégaron. Este hombre es huésped paterno mío y afirma con orgullo que es Mentes, hijo del prudence Anquíalo, y reina sobre los Tafios, amantes del remo.» Así dijo Telémaco, aunque había reconocido a la diosa inmortal en su mente. Volvieron ellos al baile y al canto para deleitarse y aguardaron al lucero de la tarde y cuando se estaban deleitando les sobrevino éste, así que se pusieron en camino cada uno a su casa deseando acostarse. Entonces Telémaco se dirigió cavilando hacia el lecho, hacia donde tenía construido su suntuoso dormitorio en el muy hermoso patio, en lugar de amplia visión. Junto a él llevaba teas ardientes la fiel Euriclea, hija de Ope Pisenórida, a la que había comprado en otro tiempo Laertes, cuando todavía era adolescente, por el valor de veinte bueyes; la honraba en el palacio igual que a su casta esposa, pero nunca se unió a ella en la cama por evitar la cólera de su mujer. Ésta era quien llevaba a su lado las ardientes antorchas y lo amaba más que ninguna esclava, pues lo había criado cuando era pequeño. Abrió Telémaco las puertas del dormitorio, suntuosamente construido, y se sentó en el lecho, se desnudó del suave manto y lo echó sobre las manos de la muy diligente anciana. Ésta estiró y dobló el manto y colgándolo de un clavo junto al lecho agujereado se puso en camino para salir del dormitorio. Tiró de la puerta con una anilla de plata y echó el cerrojo con la correa. Durante toda la noche, cubierto por el vellón de una oveja, planeaba él en su mente el viaje que le había dispuesto Atenea.


CANTO V 
ODISEO LLEGA A ESQUERIA DE LOS FEACIOS 
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En esto, Eos se levantó del lecho, de junto al noble Titono, para llevar la luz a los inmortales y a los mortales. Los dioses se reunieron en asamblea, y entre ellos Zeus, que truena en lo alto del Olimpo, cuyo poder es el mayor. Y Atenea les recordaba y relataba las muchas penalidades de Odiseo. Pues se interesaba por éste, que se encontraba en el palacio de la ninfa: «Padre Zeus y demás bienaventurados dioses inmortales, que ningún rey portador de cetro sea benévolo ni amable ni bondadoso y no sea justo en su pensamiento, sino que siempre sea cruel y obre injustamente, ya que no se acuerda del divino Odiseo ninguno de los ciudadanos entre los que reinaba y era tierno como un padre. Ahora éste se encuentra en una isla soportando fuertes penas en el palacio de la ninfa Calipso y no tiene naves provistas de remos ni compañeros que lo acompañen por el ancho lomo del mar. Y, encima, ahora desean matar a su querido hijo cuando regrese a casa, pues ha marchado a la sagrada Pilos y a la divina Lacedemonia en busca de noticias de su padre». Y le contestó y dijo Zeus, el que amontona las nubes: «Hija mía, ¡qué palabra ha escapado del cerco de tus dientes! ¿Pues no concebiste tú misma la idea de que Odiseo se vengara de aquéllos cuando llegara? Tú acompaña a Telémaco diestramente, ya que puedes, para que regrese a su patria sano y salvo, y que los pretendientes regresen en la nave.» Y luego se dirigió a Hermes, su hijo, y le dijo: «Hermes, puesto que tú eres el mensajero en lo demás, ve a comunicar a la ninfa de lindas trenzas nuestra firme decisión: la vuelta de Odiseo el sufridor, que regrese sin acompañamiento de dioses ni de hombres mortales. A los veinte días llegará en una balsa de buena trabazón a la fértil Esqueria, después de padecer desgracias, a la tierra de los feacios, que son semejantes a los dioses, quienes lo honrarán como a un dios de todo corazón y lo enviarán a su tierra en una nave dándole bronce, oro en abundancia y ropas, tanto como nunca Odiseo hubiera sacado de Troya si hubiera llegado indemne habiendo obtenido parte del botín. Pues su destino es que vea a los suyos, llegue a su casa de alto techo y a su patria.» Así dijo, y el mensajero Argifonte no desobedeció. Conque ató, luego a sus pies hermosas sandalias, divinas, de oro, que suelen llevarlo igual por el mar que por la ilimitada tierra a la par del soplo del viento. Y cogió la varita con la que hechiza los ojos de los hombres que quiere y los despierta cuando duermen. Con ésta en las manos echó a volar el poderoso Argifonte y llegado a Pieria cayó desde el éter en el ponto, y se movía sobre el oleaje semejante a una gaviota que, pescando sobre los terribles senos del estéril ponto, empapa sus espesas alas en el agua del mar. Semejante a ésta se dirigía Hermes sobre las numerosas olas. Pero cuando llegó a la isla lejana salió del ponto color violeta y marchó tierra adentro hasta que llegó a la gran cueva en la que habitaba la ninfa de lindas trenzas. Y la encontró dentro. Un gran fuego ardía en el hogar y un olor de quebradizo cedro y de incienso se extendía al arder a lo largo de la isla. Calipso tejía dentro con lanzadera de oro y cantaba con hermosa voz mientras trabajaba en el telar. En torno a la cueva había nacido un florido bosque de alisos, de chopos negros y olorosos cipreses, donde anidaban las aves de largas alas, los búhos y halcones y las cornejas marinas de afilada lengua que se ocupan de las cosas del mar. Había cabe a la cóncava cueva una viña tupida que abundaba en uvas, y cuatro fuentes de agua clara que corrían cercanas unas de otras, cada una hacia un lado, y alrededor, suaves y frescos prados de violetas y apios. Incluso un inmortal que allí llegara se admiraría y alegraría en su corazón. El mensajero Argifonte se detuvo allí a contemplarlo; y, luego que hubo admirado todo en su ánimo, se puso en camino hacia la ancha cueva. Al verlo lo reconoció Calipso, divina entre las diosas, pues los dioses no se desconocen entre sí por más que uno habite lejos. Pero no encontró dentro al magnánimo Odiseo, pues éste, sentado en la orilla, lloraba donde muchas veces, desgarrando su ánimo con lágrimas, gemidos y pesares, solía contemplar el estéril mar. Y Calipso, la divina entre las diosas, preguntó a Hermes haciéndolo sentar en una silla brillante, resplandeciente:
«¿Por qué has venido, Hermes, el de vara de oro, venerable y querido? Pues antes no venías con frecuencia. Di lo que piensas, mi ánimo me empuja a cumplirlo si puedo y es posible realizarlo. Pero antes sígueme para que te ofrezca los dones de hospitalidad.» Habiendo hablado así, la diosa colocó delante una mesa llena de ambrosía y mezcló rojo néctar. El mensajero bebió y comió, y después que hubo cenado y repuesto su ánimo con la comida, le dijo su palabra: «Me preguntas tú, una diosa, por qué he venido yo, un dios. Pues bien, voy a decir con sinceridad mi palabra, pues lo mandas. Zeus me ordenó que viniera aquí sin yo quererlo. ¿Quién atravesaría de buen grado tanta agua salada, indecible? Además, no hay ninguna ciudad de mortales en la que hagan sacrificios a los dioses y perfectas hecatombes. «Pero no le es posible a ningún dios rebasar o dejar sin cumplir la voluntad de Zeus, el que lleva la égida. Dice que se encuentra contigo un varón, el más desgraciado de cuantos lucharon durante nueve años en derredor de la ciudad de Príamo. Al décimo regresaron a sus casas, después de destruir la ciudad, pero en el regreso faltaron contra Atenea, y ésta les levantó un viento contrario. Allí perecieron todos sus fieles compañeros, pero a él el viento y grandes olas lo acercaron aquí. Ahora te ordena que lo devuelvas lo antes posible, que su destino no es morir lejos de los suyos, sino ver a los suyos y regresar a su casa de elevado techo y a su patria.» Así dijo, y Calipso, divina entre las diosas, se estremeció, habló y le dijo palabras aladas: «Sois crueles, dioses, y envidiosos más que nadie, ya que os irritáis contra las diosas que duermen abiertamente con un hombre si lo han hecho su amante. Así, cuando Eos, de rosados dedos, arrebató a Orión, os irritasteis los dioses que vivís con facilidad, hasta que la casta Artemis de trono de oro lo mató en Ortigia, atacándole con dulces dardos. Así, cuando Deméter, de hermosas trenzas, cediendo a su impulso, se unió en amor y lecho con Jasión en campo tres veces labrado. No tardó mucho Zeus en enterarse, y lo mató alcanzándolo con el resplandeciente rayo. Así ahora os irritáis contra mí, dioses, porque está conmigo un mortal. Yo lo salvé, que Zeus le destrozó la rápida nave arrojándole el brillante rayo en medio del ponto rojo como el vino. Allí murieron todos sus nobles compañeros, pero a él el viento y las olas lo acercaron aquí. Yo lo traté como amigo y lo alimenté y le prometí hacerlo inmortal y sin vejez para siempre. Pero puesto que no es posible a ningún dios rebasar ni dejar sin cumplir la voluntad de Zeus, el que lleva la égida, que se vaya por el mar estéril si aquél lo impulsa y se lo manda. Mas yo no te despediré de cualquier manera, pues no tiene naves provistas de remos ni compañeros que lo acompañen sobre el ancho lomo del mar. Sin embargo, le aconsejaré benévola y nada le ocultaré para que llegue a su tierra sano y salvo.» Y el mensajero, el Argifonte, le dijo a su vez: «Entonces despídele ahora y respeta la cólera de Zeus, no sea que se irrite contigo y sea duro en el futuro.» Cuando hubo hablado así partió el poderoso Argifonte. Y la soberana ninfa acercóse al magnánimo Odiseo luego que hubo escuchado el mensaje de Zeus. Lo encontró sentado en la orilla. No se habían secado sus ojos del llanto, y su dulce vida se consumía añorando el regreso, puesto que ya no le agradaba la ninfa, aunque pasaba las noches por la fuerza en la cóncava cueva junto a la que lo amaba sin que él la amara. Durante el día se sentaba en las piedras de la orilla desgarrando su ánimo con lágrimas, gemidos y dolores, y miraba al estéril mar derramando lágrimas. Y deteniéndose junto a él le dijo la divina entre las diosas: «Desdichado, no te me lamentes más ni consumas tu existencia, que te voy a despedir no sin darte antes buenos consejos. ¡Hala!, corta unos largos maderos y ensambla una amplia balsa con el bronce. Y luego adapta a ésta un elevado tablazón para que te lleve sobre el brumoso ponto, que yo te pondré en ella pan y agua y rojo vino en abundancia que alejen de ti el hambre. También te daré ropas y te enviaré por detrás un viento favorable de modo que llegues a tu patria sano y salvo, si es que lo permiten los dioses que poseen el ancho cielo, quienes son mejores que yo para hacer proyectos y cumplirlos.» Así habló; estremecióse el sufridor, el divino Odiseo, y hablando le dirigió aladas palabras: «Diosa, creo que andas cavilando algo distinto de mi marcha, tú que me apremias a atravesar el gran abismo del mar en una balsa, cosa difícil y peligrosa; que ni siquiera las bien equilibradas naves de veloz proa lo atraviesan animadas por el favorable viento de Zeus. No, yo no subiría a una balsa mal que te pese, si no aceptas jurarme con gran juramento, diosa, que no maquinarás contra mí desgracia alguna.» Así habló; sonrió Calipso, divina entre las diosas, le acarició la mano y le dijo su palabra, llamándole por su nombre: «Eres malvado a pesar de que no piensas cosas vanas, pues te has atrevido a decir tales palabras. Sépalo ahora la Tierra, y desde arriba el ancho Cielo y el agua que fluye de la Estige éste es el mayor y el más terrible juramento para los bienaventurados dioses que no maquinaré contra ti desgracia alguna. Esto es lo que yo pienso y te voy a aconsejar, cuanto para mí misma pensaría cuando me acuciara tal necesidad. Mi proyecto es justo, y no hay en mi pecho un ánimo de hierro, sino compasivo.» Hablando así la divina entre las diosas marchó luego delante y él marchó tras las huellas de la diosa. Y llegaron a la profunda cueva la diosa y el varón. Éste se sentó en el sillón de donde se había levantado Hermes, y la ninfa le ofreció toda clase de comida para comer y beber, cuantas cosas suelen yantar los mortales hombres. Sentóse ella frente al divino Odiseo y las siervas le colocaron néctar y ambrosía. Echaron mano a los alimentos preparados que tenían delante y después que se saciaron de comida y bebida empezó a hablar Calipso, divina entre las diosas: «Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo, rico en ardides, ¿así que quieres marcharte enseguida a tu casa y a tu tierra patria? Vete enhorabuena. Pero si supieras cuántas tristezas te deparará el destino antes de que arribes a tu patria, te quedarías aquí conmigo para guardar esta morada y serías inmortal por más deseoso que estuvieras de ver a tu esposa, a la que continuamente deseas todos los días. Yo en verdad me precio de no ser inferior a aquélla ni en el porte ni en el natural, que no conviene a las mortales jamás competir con las inmortales ni en porte ni en figura.» Y le dijo el muy astuto Odiseo: «Venerable diosa, no te enfades conmigo, que sé muy bien cuánto te es inferior la discreta Penélope en figura y en estátura al verla de frente, pues ella es mortal y tú inmortal sin vejez. Pero aun así quiero y deseo todos los días marcharme a mi casa y ver el día del regreso. Si alguno de los dioses me maltratara en el ponto rojo como el vino, lo soportaré en mi pecho con ánimo paciente; pues ya soporté muy mucho sufriendo en el mar y en la guerra. Que venga esto después de aquello.» Así dijo. El sol se puso y llegó el crepusculo. Así que se dirigieron al interior de la cóncava cueva a deleitarse con el amor en mutua compañía. Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, Odiseo se vistió de túnica y manto, y ella, la ninfa, vistió una gran túnica blanca, fina y graciosa, colocó alrededor de su talle hermoso cinturón de oro y un velo sobre la cabeza, y a continuación se ocupó de la partida del magnánimo Odiseo. Le dio una gran hacha de bronce bien manejable, aguzada por ambos lados y con un hermoso mango de madera de olivo bien ajustado. A continuación le dio una azuela bien pulimentada, y emprendió el camino hacia un extremo de la isla donde habían crecido grandes árboles, alisos y álamos negros y abetos que suben hasta el cielo, secos desde hace tiempo, resecos, que podían flotar ligeros. Luego que le hubo mostrado dónde crecían los árboles, marchó hacia el palacio Calipso, divina entre las diosas, y él empezó a cortar troncos y llevó a cabo rápidamente su trabajo. Derribó veinte en total y los cortó con el bronce, los pulió diestramente y los enderezó con una plomada mientras Calipso, divina entre las diosas, le llevaba un berbiquí. Después perforó todos, los unió unos con otros y los ajustó con clavos y junturas. Cuanto un hombre buen conocedor del arte de construir redondearía el fondo de una amplia nave de carga, así de grande hizo Odiseo la balsa. Plantó luego postes, los ajustó con vigas apiñadas y construyó una cubierta rematándola con grandes tablas. Hizo un mástil y una antena adaptada a él y construyó el timón para gobernarla. Cubrióla después con cañizos de mimbre a uno y otro lado para que fuera defensa contra el oleaje y puso encima mucha madera. Entre tanto, le trajo Calipso, divina entre las diosas, tela para hacer las velas, y él las fabricó con habilidad. Ató en ellas cuerdas, cables y bolinas y con estacas la echó al divino mar. Era el cuarto día y ya tenía todo preparado. Y al quinto lo dejó marchar de la isla la divina Calipso después de lavarlo y ponerle ropas perfumadas. Entrególe la diosa un odre de negro vino, otro grande de agua y un saco de víveres, y le añadió abundantes golosinas. Y le envió un viento próspero y cálido. Así que el divino Odiseo desplegó gozoso las velas al viento y sentado gobernaba el timón con habilidad. No caía el sueño sobre sus párpados contemplando las Pléyades y el Bootes, que se pone tarde, y la Osa, que llaman carro por sobrenombre, que gira allí y acecha a Orión y es la única privada de los baños de Océano. Pues le había ordenado Calipso, divina entre las diosas, que navegase teniéndola a la mano izquierda. Navegó durante diecisiete días atravesando el mar, y al decimoctavo aparecieron los sombríos montes del país de los feacios, por donde éste le quedaba más cerca y parecía un escudo sobre el brumoso ponto. El poderoso, el que sacude la tierra, que volvía de junto a los etiopes, lo vio de lejos, desde los montes Sólymos, pues se le apareció surcando el mar. Irritóse mucho en su corazón, y moviendo la cabeza habló a su ánimo: «¡Ay!, seguro que los dioses han cambiado de resolución respecto a Odiseo mientras yo estaba entre los etíopes, que ya está cerca de la tierra de los feacios, donde es su destino escapar del extremo de las calamidades que le llegan. Pero creo que aún le han de alcanzar bastantes desgracias.» Cuando hubo hablado así, amontonó las nubes y agitó el mar, sosteniendo el tridente entre sus manos, e hizo levantarse grandes tempestades de vientos de todas clases, y ocultó con las nubes al mismo tiempo la tierra y el ponto. Y la noche surgió del cielo. Cayeron Euro y Noto, Céfiro de soplo violento y Bóreas que nace en cielo despejado levantando grandes olas. Entonces las rodillas y el corazón de Odiseo desfallecieron, e irritado dijo a su magnánimo espíritu: «Ay de mí, desgraciado, ¿qué me sucederá por fin ahora? Mucho temo que todo lo que dijo la diosa sea verdad; me aseguró que sufriría desgracias en el ponto antes de regresar a mi patria, y ahora todo se está cumpliendo. ¡Con qué nubes ha cerrado Zeus el vasto cielo y agitado el ponto, y las tempestades de vientos de todas clases se lanzan con ímpetu! «Seguro que ahora tendré una terrible muerte. ¡Felices tres y cuatro veces los dánaos que murieron en la vásta Troya por dar satisfacción a los Atridas! Ojalá hubiera muerto yo y me hubiera enfrentado con mi destino el día en que cantos troyanos lanzaban contra mí broncíneas lanzas alrededor del Pelida muerto! Allí habría obtenido honores fúnebres y los aqueos celebrarían mi gloria, pero ahora está determinado que sea sorprendido por una triste muerte.» Cuando hubo dicho así, le alcanzó en lo más alto una gran ola que cayó terriblemente y sacudió la balsa. Odiseo se precipitó fuera de la balsa soltando las manos del timón, y un terrible huracán de mezclados vientos le rompió el mástil por la mitad. Cayeron al mar, lejos, la vela y la antena, y a él lo tuvo largo tiempo sumergido sin poder salir con presteza por el ímpetu de la ingente ola, pues le pesaban los vestidos que le había dado la divina Calipso. A1 fin emergió mucho después y escupió de su boca la amarga agua del mar que le caía en abundancia, con ruido, desde la cabeza. Pero ni aun así se olvidó de la balsa, aunque estaba agotado, sino que lanzándose entre las olas se apoderó de ella. El gran oleaje la arrastraba con la corriente aquí y allá. Como cuando el otoñal Bóreas arrastra por la llanura los espinos y se enganchan espesos unos con otros, así los vientos la llevaban por el mar por aquí y por allá. Unas veces Noto la lanzaba a Bóreas para que se la llevase, y otras Euro la cedía a Céfiro para perseguirla. Pero lo vio Ino Leucotea, la de hermosos tobillos, la hija de Cadmo que antes era mortal dotada de voz, mas ahora participaba del honor de los dioses en el fondo del mar. Compadecióse de Odiseo, que sufría pesares a la deriva, y emergió volando del mar semejante a una gaviota; se sentó sobre la balsa y le dijo: «¡Desgraciado! ¿Por qué tan acerbamente se ha encolerizado contigo Poseidón, el que sacude la tierra, para sembrarte tantos males? No te destruirá por mucho que lo desee. Conque obra del modo siguiente, pues paréceme que eres discreto: quítate esos vestidos, deja que la balsa sea arrastrada por los vientos, y trata de alcanzar nadando la tierra de los feacios, donde es tu destino que te salves. Toma, extiende este velo inmortal bajo tu pecho, y no temas padecer ni morir. Mas cuando alcances con tus manos tierra firme, suéltalo enseguida y arrójalo al ponto rojo como el vino, muy lejos de tierra, y apártate lejos.» Cuando hubo hablado así la diosa, le dió el velo, y con presteza se sumergió en el alborotado ponto, semejante a una gaviota, y una negra ola la ocultó. El divino Odiseo, el sufridor, dio en cavilar y habló irritado a su magnánimo corazón: «¡Ay de mí! ¡No vaya a ser que alguno de los inmortales urde contra mí una trampa, cuando me ordena abandonar la balsa! Mas no obedeceré, que yo vi a lo lejos con mis propios ojos la tierra donde me dijo que tendría asilo. Más bien, pues me parece mejor, obraré así: mientras los maderos sigan unidos por las ligazones permaneceré aquí y aguantaré sufriendo males, pero una vez que las olas desencajen la balsa me pondré a nadar, pues no se me alcanza prevision mejor.» Mientras esto agitaba en su mente, y en su corazón, Poseidon, el que sacude la tierra, levantó una gran ola, terrible y penosa, abovedada, y lo arrastró. Como el impetuoso viento agita un montón de pajas secas que dispersa acá y allá, así dispersó los grandes maderos de la balsa. Pero Odiseo montó en un madero como si cabalgase sobre potro de carrera y se quitó los vestidos que le había dado la divina Calipso. Y al punto extendió el velo por su pecho y púsose boca abajo en el mar, extendidos los brazos, ansioso de nadar. Y el poderoso, el que sacude la tierra, lo vio, y moviendo la cabeza, habló a su ánimo: . «Ahora que has padecido muchas calamidades vaga por el ponto hasta que llegues a esos hombres vástagos de Zeus. Pero ni aun así creo que estimarás pequeña tu desgracia.» Cuando hubo hablado así, fustigó a los caballos de hermosas crines y enfiló hacia Egas, donde tiene ilustre morada. Pero Atenea, la hija de Zeus decidió otra cosa: cerró el camino a todos los vientos y mandó que todos cesaran y se calmaran; levantó al rápido Bóreas y quebró las olas hasta que Odiseo, movido por Zeus, llegara a los feacios, amantes del remo, escapando a la muerte y al destino. Así que anduvo éste a la deriva durante dos noches y dos días por las sólidas olas, y muchas veces su corazón presintió la muerte. Pero cuando Eos, de lindas trenzas, completó el tercer día, cesó el viento y se hizo la calma, y Odiseo vio cerca la tierra oteando agudamente desde lo alto de una gran ola. Como cuando parece agradable a los hijos la vida de un padre que yace enfermo entre grandes dolores, consumiéndose durante mucho tiempo, pues le acomete un horrible demón y los dioses le libran felizmente del mal, así de agradable le parecieron a Odiseo la tierra y el bosque, y nadaba apresurándose por poner los pies en tierra firme. Pero cuando estaba a tal distancia que se le habría oído al gritar, sintió el estrépito del mar en las rocas. Grandes olas rugían estrepitosamente al romperse con estruendo contra tierra firme, y todo se cubría de espuma marina, pues no había puertos, refugios de las naves, ni ensenadas, sino acantilados, rocas y escollos. Entonces se aflojaron las rodillas y el corazón de Odiseo y decía afligido a su magnánimo corazón: «¡Ay de mí! Después que Zeus me ha concedido inesperadamente ver tierra y he terminado de surcar este abismo, no encuentro por dónde salir del canoso mar. Afuera las rocas son puntiagudas, y alrededor las olas se levantan estrepitosamente, y la roca se yergue lisa y el mar es profundo en la orilla, sin que sea posible poner allí los pies y escapar del mal. Temo que al salir me arrebate una gran ola y me lance contra pétrea roca, y mi esfuerzo sería inútil. Y si sigo nadando más allá por si encuentro una playa donde rompe el mar oblicuamente o un puerto marino, temo que la tempestad me arrebate de nuevo y me lleve al ponto rico en peces mientras yo gimo profundamente, o una divinidad lance contra mí un gran monstruo marino de los que cría a miles la ilustre Anfitrite. Pues sé que el ilustre, el que sacude la tierra, está irritado conmigo.» Mientras meditaba esto en su mente y en su corazón, lo arrastró una gran ola contra la escarpada orilla, y allí se habría desgarrado la piel y roto los huesos si Atenea, la diosa de ojos brillantes, no le hubiese inspirado a su ánimo lo siguiente: lanzóse, asió la roca con ambas manos y se mantuvo en ella gimiendo hasta que pasó una gran ola. De este modo consiguió evitarla, pero al refluir ésta lo golpeó cuando se apresuraba y lo lanzó a lo lejos en el ponto. Como cuando al sacar a un pulpo de su escondrijo se pegan infinitas piedrecitas a sus tentáculos, así se desgarró en la roca la piel de sus robustas manos. Luego lo cubrió una gran ola, y allí habría muerto el desgraciado Odiseo contra lo dispuesto por el destino si Atenea, la diosa de ojos brillantes, no le hubiera inspirado sensatez. Así que emergiendo del oleaje que rugía en dirección a la costa, nadó dando cara a la tierra por si encontraba orillas batidas por las olas o puertos de mar. Y cuando llegó nadando a la boca de un río de hermosa corriente, aquél le pareció el mejor lugar, libre de piedras y al abrigo del viento. Y al advertir que fluía le suplicó en su ánimo: «Escucha, soberano, quienquiera que seas; llego a ti, muy deseado, huyendo del ponto y de las amenazas de Poseidón. Incluso los dioses inmortales respetan al hombre que llega errante como yo llego ahora a tu corriente y a tus rodillas después de sufrir mucho. Compadécete, soberano, puesto que me precio de ser tu suplicante.» Así dijo; hizo éste cesar al punto su corriente, retirando las olas, e hizo la calma delante de él, llevándolo salvo a la misma desembocadura. Y dobló Odiseo ambas rodillas y los robustos brazos, pues su corazón estaba sometido por el mar. Tenía todo el cuerpo hinchado, y de su boca y nariz fluía mucho agua salada: así que cayó sin aliento y sin voz y le sobrevino un terrible cansancio. Mas cuando respiró y se recuperó su ánimo, desató el velo de la diosa y lo echó al río que fluye hacia el mar, y al punto se lo llevó una gran ola con la corriente y luego la recibió Ino en sus manos. Alejóse del río, se echó delante de una junquera y besó la fértil tierra. Y, afligido, decía a su magnánimo corazón: «¡Ay de mí! ¿Qué me va a suceder? ¿Qué me sobrevendrá por fin? Si velo junto al río durante la noche inspiradora de preocupaciones, quizá la dañina escarcha y el suave rocío venzan al tiempo mi agonizante ánimo a causa de mi debilidad, pues una brisa fría sopla antes del alba desde el río. Pero si subo a la colina y umbría selva y duermo entre las espesas matas, si me dejan el frío y el cansancio y me viene el dulce sueño, temo convertirme en botín y presa de las fieras.». Después de pensarlo, le pareció que era mejor así, y echó a andar hacia la selva y la encontró cerca del agua en lugar bien visible; y se deslizó debajo de dos matas que habían nacido del mismo lugar, una de aladierma y otra de olivo. No llegaba a ellos el húmedo soplo de los vientos ni el resplandeciente sol los hería con sus rayos, ni la lluvia los atravesaba de un extremo a otro (tan apretados crecían entrelazados uno con el otro). Bajo ellos se introdujo Odiseo, y luego preparó ancha cama con sus manos, pues había un gran montón de hojarasca como para acoger a dos o tres hombres en el invierno por riguroso que fuera. A1 verla se alegró el divino Odiseo, el sufridor, y se acostó en medio y se echó encima un montón de hojas. Como el que esconde un tizón en negra ceniza en el extremo de un campo (y no tiene vecinos) para conservar un germen de fuego y no tener que ir a encenderlo a otra parte, así se cubrió Odiseo con las hojas y Atenea vertió sobre sus ojos el sueño para que se le calmara rápidamente el penoso cansancio, cerrándole los párpados.

CANTO IX 
ODISEO CUENTA SUS AVENTURAS: LOS CICONES, LOS LOTÓFAGOS, LOS CÍCLOPES 
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Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo: «Poderoso Alcínoo, el más noble de todo tu pueblo, en verdad es agradable escuchar al aedo, tal como es, semejante a los dioses en su voz. No creo yo que haya un cumplimiento más delicioso que cuando el bienestar perdura en todo el pueblo y los convidados escuchan a lo largo del palacio al aedo sentados en orden, y junto a ellos hay mesas cargadas de pan y carne y un escanciador trae y lleva vino que ha sacado de las cráteras y lo escancia en las copas. Esto me parece lo más bello. «Tu ánimo se ha decidido a preguntar mis penalidades a fin de que me lamente todavía más en mi dolor. Porque, ¿qué voy a narrarte lo primero y qué en último lugar?, pues son innumerables los dolores que los dioses, los hijos de Urano, me han proporcionado. Conque lo primero qué voy a decir es mi nombre para que lo conozcáis y para que yo después de escapar del día cruel continúe manteniendo con vosotros relaciones de hospitalidad, aunque el palacio en que habito esté lejos. «Soy Odiseo, el hijo de Laertes, el que está en boca de todos los hombres por toda clase de trampas, y mi fama llega hasta el cielo. Habito en Itaca, hermosa al atardecer. Hay en ella un monte, el Nérito de agitado follaje, muy sobresaliente, y a su alrededor hay muchas islas habitadas cercanas unas de otras, Duliquio y Same, y la poblada de bosques Zante. Itaca se recuesta sobre el mar con poca altura, la más remota hacia el Occidente, y las otras están más lejos hacia Eos y Helios. Es áspera, pero buena criadora de mozos. «Yo en verdad no soy capaz de ver cosa alguna más dulce que la tierra de uno. Y eso que me retuvo Calipso, divina entre las diosas, en profunda cueva deseando que fuera su esposo, e igualmente me retuvo en su palacio Circe, la hija de Eeo, la engañosa, deseando que fuera su esposo. «Pero no persuadió a mi ánimo dentro de mi pecho, que no hay nada más dulce que la tierra de uno y de sus padres, por muy rica que sea la casa donde uno habita en tierra extranjera y lejos de los suyos. «Y ahora os voy a narrar mi atormentado regreso, el qúe Zeus me ha dado al venir de Troya. El viento que me traía de Ilión me empujó hacia los Cicones, hacia Ismaro. Allí asolé la ciudad, a sus habitantes los pasé a cuchillo, tomamos de la ciudad a las esposas y abundante botín y lo repartimos de manera que nadie se me fuera sin su parte correspondiente. Entonces ordené a los míos que huyeran con rápidos pies, pero ellos, los muy estúpidos, no rne hicieron caso. Así que bebieron mucho vino y degollaron muchas ovejas junto a la ribera y cuernitorcidos bueyes de rotátiles patas. «Entre tanto, los Cicones, que se hábían marchado, lanzaron sus gritos de ayuda a otros Cicones que, vecinos suyos, eran a la vez más numerosos y mejores, los que habitaban tierra adentro, bien entrenados en luchar con hombres desde el carro y a pie, donde sea preciso. Y enseguida llegaron tan numerosos como nacen en primavera las hojas y las flores, veloces. «Entonces la funesta Aisa de Zeus se colocó junto a nosotros, de maldito destino, para que sufriéramos dolores en abundancia; lucharon pie a sierra junto a las veloces naves, y se herían unos a otros con sus lanzas de bronce. Mientras Eos duró y crecía el sagrado día, los aguantamos rechazándoles aunque eran más numerosos. Pero cuando Helios se dirigió al momento de desuncir los bueyes, los Cicones nos hicieron retroceder venciendo a los aqueos y sucumbieron seis compañeros de buenas grebas de cada nave. Los demás escapamos de la muerte y de nuestro destino, y desde allí proseguimos navegando hacia adelante con el corazón apesadumbrado, escapando gustosos de la muerte aunque habíamos perdido a los compañeros. Pero no prosiguieron mis curvadas naves, que cada uno llamamos por tres veces a nuestros desdichados compañeros, los que habían muerto en la llanura a manos de los Cicones. «Entonces el que reúne las nubes, Zeus; levantó el viento Bóreas junto con una inmensa tempestad, y con las nubes ocultó la tierra y a la vez el ponto. Y la noche surgió del cielo. Las naves eran arrastradas transversalmente y el ímpetu del viento rasgó sus velas en tres y cuatro trozos. Las colocamos sobre cubierta por terror a la muerte, y haciendo grandes esfuerzos nos dirigimos a remo hacia tierra. «Allí estuvimos dos noches y dos días completos, consumiendo nuestro ánimo por el cansancio y el dolor. «Pero cuando Eos, de lindas trenzas, completó el tercer día, levantamos los mástiles, extendimos las blancas velas y nos sentamos en las naves, y el viento y los pilotos las conducían. En ese momento habría llegado ileso a mi tierra patria, pero el oleaje, la corriente y Bóreas me apartaron al doblar las Maleas y me hicieron vagar lejos de Citera. Así que desde allí fuimos arrastrados por fuertes vientos durante nueve días sobre el ponto abundante en peces, y al décimo arribamos a la tierra de los Lotófagos, los que comen flores de alimento. Descendimos a tierra, hicimos provisión de agua y al punto mis compañeros tomaron su comida junto a las veloces naves. Cuando nos habíamos hartado de comida y bebida, yo envié delante a unos compañeros para que fueran a indagar qué clase de hombres, de los que se alimentan de trigo, había en esa región; escogí a dos, y como tercer hombre les envié a un heraldo. Y marcharon enseguida y se encontraron con los Lotófagos. Éstos no decidieron matar a nuestros compañeros, sino que les dieron a comer loto, y el que de ellos comía el dulce fruto del loto ya no quería volver a informarnos ni regresar, sino que preferían quedarse allí con los Lotófagos, arrancando loto, y olvidándose del regreso. Pero yo los conduje a la fuerza, aunque lloraban, y en las cóncavas naves los arrastré y até bajo los bancos. Después ordené a mis demás leales compañeros que se apresuraran a embarcar en las rápidas naves, no fuera que alguno comiera del loto y se olvidara del regreso. Y rápidamente embarcaron y se sentaron sobre los bancos, y, sentados en fila, batían el canoso mar con los remos. «Desde allí proseguimos navegando con el corazón acongojado, y llegamos a la tierra de 1os Cíclopes, los soberbios, los sin ley; los que, obedientes a los inmortales, no plantan con sus manos frutos ni labran la tierra, sino que todo les nace sin sembrar y sin arar: trigo y cebada y viñas que producen vino de gordos racimos; la lluvia de Zeus se los hace crecer. No tienen ni ágoras donde se emite consejo ni leyes; habitan las cumbres de elevadas montañas en profundas cuevas y cada uno es legislador de sus hijos y esposas, y no se preocupan unos de otros. «Más allá del puerto se extiende una isla llana, no cerca ni lejos de la tierra de los Cíclopes, llena de bosques. En ella se crían innumerables cabras salvajes, pues no pasan por allí hombres que se lo impidan ni las persiguen los cazadores, los que sufren dificultades en el bosque persiguiendo las crestas de los montes. La isla tampoco está ocupada por ganados ni sembrados, sino que, no sembrada ni arada, carece de cultivadores todo el año y alimenta a las baladoras cabras. No disponen los Cíclopes de naves de rojas proas, ni hay allí armadores que pudieran trabajar en construir bien entabladas naves; éstas tendrían como término cada una de las ciudades de mortales a las que suelen llegar los hombres atravesando con sus naves el mar, unos en busca de otros, y los Cíclopes se habrían hecho una isla bien fundada. Pues no es mala y produciría todos los frutos estacionales; tiene prados junto a las riberas del canoso mar, húmedos, blandos. Las viñas sobre todo producirían constantemente, y las tierras de pan llevar son llanas. Recogerían siempre las profundas mieses en su tiempo oportuno, ya que el subsuelo es fértil. También hay en ella un puerto fácil para atracar, donde no hay necesidad de cable ni de arrojar las anclas ni de atar las amarras. Se puede permanecer allí, una vez arribados, hasta el día en que el ánimo de los marineros les impulse y soplen los vientos. «En la parte alta del puerto corre un agua resplandeciente, una fuente que surge de la profundidad de una cueva, y en torno crecen álamos. Hacia allí navegamos y un demón nos conducía a través de la oscura noche. No teníamos luz para verlo, pues la bruma era espesa en torno a las naves y Selene no irradiaba su luz desde el cielo y era retenida por las nubes; así que nadie vio la isla con sus ojos ni vimos las enormes olas que rodaban hacia tierra hasta que arrastramos las naves de buenos bancos. Una vez arrastradas, recogimos todas las velas y descendimos sobre la orilla del mar y esperamos a la divina Eos durmiendo allí. «Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, deambulamos llenos de admiración por la isla. «Entonces las ninfas, las hijas de Zeus, portador de égida, agitaron a las cabras montafaces para que comieran mis compañeros. Así que enseguida sacamos de las naves los curvados arcos y las lanzas de largas puntas, y ordenados en tres grupos comenzamos a disparar, y pronto un dios nos proporcionó abundante caza. Me seguían doce naves, y a cada una de ellas tocaron en suerte nueve cabras, y para mí solo tomé diez. Así estuvimos todo el día hasta el sumergirse de Helios, comiendo innumerables trozos de carne y dulce vino; que todavía no se había agotado en las naves el dulce vino, sino que aún quedaba, pues cada uno había guardado mucho en las ánforas cuando tomamos la sagrada ciudad de los Cicones. «Echamos un vistazo a la tierra de los Cíclopes que estaban cerca y vimos el humo de sus fogatas y escuchamos el vagido de sus ovejas y cabras. Y cuando Helios se sumergió y sobrevino la oscuridad, nos echamos a dormir sobre la ribera del mar. «Cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, convoqué asamblea y les dije a todos: «"Quedaos ahora los demás, mis fieles compañeros, que yo con mi nave y los que me acompañan voy a llegarme a esos hombres para saber quiénes son, si soberbios, salvajes y carentes de justicia o amigos de los forasteros y con sentimientos de piedad para con los dioses." «Así dije, y me embarqué y ordené a mis compañeros que embarcaran también ellos y soltaran amarras. Embarcaron éstos sin tardanza y se sentaron en los bancos, y sentados batían el canoso mar con los remos. Y cuando llegamos a un lugar cercano, vimos una cueva cerca del mar, elevada, techada de laurel. Allí pasaba la noche abundante ganado ovejas y cabras , y alrededor había una alta cerca construida con piedras hundidas en tierra y con enormes pinos y encinas de elevada copa. Allí habitaba un hombre monstruoso que apacentaba sus rebaños, solo, apartado, y no frecuentaba a los demás, sino que vivía alejado y tenía pensamientos impíos. Era un monstruo digno de admiración: no se parecía a un hombre, a uno que come trigo, sino a una cima cubierta de bosque de las elevadas montañas que aparece sola, destacada de las otras. Entonces ordené al resto de mis fieles compañeros que se quedaran allí junto a la nave y que la botaran. «Yo escogí a mis doce mejores compañeros y me puse en camino. Llevaba un pellejo de cabra con negro, agradable vino que me había dado Marón, el hijo de Evanto, e1 sacerdote de Apolo protector de Ismaro, porque lo había yo salvado junto con su hijo y esposa respetando su techo. Habitaba en el bosque arbolado de Febo Apolo y me había donado regalos excelentes: me dio siete talentos de oro bien trabajados y una crátera toda de plata, y, además vino en doce ánforas que llenó, vino agradable, no mezclado, bebida divina. Ninguna de las esclavas ni de los esclavos de palacio conocían su existencia, sino sólo él y su esposa y solamente la despensera. Siempre que bebían el rojo, agradable vino llenaba una copa y vertía veinte medidas de agua, y desde la crátera se esparcía un olor delicioso, admirable; en ese momento no era agradable alejarse de allí. De este vino me llevé un gran pellejo lleno y también provisiones en un saco de cuero, porque mi noble ánimo barruntó que marchaba en busca de un hombre dotado de gran fuerza, salvaje, desconocedor de la justicia y de las leyes. «Llegamos enseguida a su cueva y no lo encontramos dentro, sino que guardaba sus gordos rebaños en el pasto. Conque entramos en la cueva y echamos un vistazo a cada cosa: los canastos se inclinaban bajo el peso de los quesos, y los establos estaban llenos de corderos y cabritillos. Todos estaban cerrados por separado: a un lado los lechales, a otro los medianos y a otro los recentales. «Y todos los recipientes rebosaban de suero colodras y jarros bien construidos, con los que ordeñaba. «Entonces mis compañeros me rogaron que nos apoderásemos primero de los quesos y regresáramos, y que sacáramos luego de los establos cabritillos y corderos y, conduciéndolos a la rápida nave, diéramos velar sobre el agua salada. Pero yo no les hice caso aunque hubiera sido más ventajoso , para poder ver al monstruo y por si me daba los dones de hospitalidad. Pero su aparición no iba a ser deseable para mis compañeros. «Así que, encendiendo una fogata, hicimos un sacrificio, repartimos quesos, los comimos y aguardamos sentados dentro de la cueva hasta que llegó conduciendo el rebaño. Traía el Cíclope una pesada carga de leña seca para su comida y la tiró dentro con gran ruido. Nosotros nos arrojamos atemorizados al fondo de la cueva, y él a continuación introdujo sus gordos rebaños, todos cuantos solía ordeñar, y a los machos a los carneros y cabrones los dejó a la puerta, fuera del profundo establo. Después levantó una gran roca y la colocó arriba, tan pesada que no la habrían levantado del suelo ni veintidós buenos carros de cuatro ruedas: ¡tan enorme piedra colocó sobre la puerta! Sentóse luego a ordeñar las ovejas y las baladoras cabras, cada una en su momento, y debajo de cada una colocó un recental. Enseguida puso a cuajar la mitad de la blanca leche en cestas bien entretejidas y la otra mitad la colocó en cubos, para beber cuando comiera y le sirviera de adición al banquete. Cuando hubo realizado todo su trabajo prendió fuego, y al vernos nos preguntó: «"Forasteros, ¿quiénes sois? ¿De dónde venís navegando los húmedos senderos? ¿Andáis errantes por algún asunto, o sin rumbo como los piratas por la mar, los que andan a la aventura exponiendo sus vidas y llevando la destrucción a los de otras tierras?”. «Así habló, y nuestro corazón se estremeció por miedo a su voz insoportable y a él mismo, al gigante. Pero le contesté con mi palabra y le dije: «Somos aqueos y hemos venido errantes desde Troya, zarandeados por toda clase de vientos sobre el gran abismo del mar, desviados por otro rumbo, por otros caminos, aunque nos dirigimos de vuelta a casa. Así quiso Zeus proyectarlo. Nos preciamos de pertenecer al ejército del Atrida Agamenón, cuya fama es la más grande bajo el cielo: ¡tan gran ciudad ha devastado y tantos hombres ha hecho sucumbir! Conque hemos dado contigo y nos hemos llegado a tus rodillas por si nos ofreces hospitalidad y nos das un regalo, como es costumbre entre los huéspedes. Ten respeto, excelente, a los dioses; somos tus suplicantes y Zeus es el vengador de los suplicantes y de los huéspedes, Zeus Hospitalario, quien acompaña a los huéspedes, a quienes se debe respeto." «Así hablé, y él me contestó con corazón cruel: «"Eres estúpido, forastero, o vienes de lejos, tú que me ordenas temer o respetar a los dioses, pues los Ciclopes no se cuidan de Zeus, portador de égida, ni de los dioses felices. Pues somos mucho más fuertes. No te perdonaría ni a ti ni a tus compañeros, si el ánimo no me lo ordenara, por evitar la enemistad de Zeus. «"Pero dime dónde has detenido tu bien fabricada nave al venir, si al final de la playa o aquí cerca, para que lo sepa." «Así habló para probarme, y a mí, que sé mucho, no me pasó esto desapercibido. Así que me dirigí a él con palabras engañosas: «"La nave me la ha destrozado Poseidón, el que conmueve la tierra; la ha lanzado contra los escollos en los confines de vuestro país, conduciéndola hasta un promontorio, y el viento la arrastró del ponto. Por ello he escapado junto con éstos de la dolorosa muerte." «Así hablé, y él no me contestó nada con corazón cruel, mas lanzóse y echó mano a mis compañeros. Agarró a dos a la vez y los golpeó contra el suelo como a cachorrillos, y sus sesos se a esparcieron por el suelo empapando la tierra. Cortó en trozos sus miembros, se los preparó como cena y se los comió, como un león montaraz, sin dejar ni sus entrañas ni sus carnes ni sus huesos llenos de meollo. «Nosotros elevamos llorando nuestras manos a Zeus, pues veíamos acciones malvadas, y la desesperación se apoderó de nuestro ánimo. «Cuando el Cíclope había llenado su enorme vientre de carne humana y leche no mezclada, se tumbó dentro de la cueva, tendiéndose entre los rebaños. Entonces yo tomé la decisión en mi magnánimo corazón de acercarme a éste, sacar la aguda espada de junto a mi muslo y atravesarle el pecho por donde el diafragma contiene el hígado y la tenté con mi mano. Pero me contuvo otra decisión, pues allí hubiéramos perecido también nosotros con muerte cruel: no habríamos sido capaces de retirar de la elevada entrada la piedra que había colocado. Así que llorando esperamos a Eos divina. Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, se puso a encender fuego y a ordeñar a sus insignes rebaños, todo por orden, y bajo cada una colocó un recental. Luego que hubo realizado sus trabajos, agarró a dos compañeros a la vez y se los preparó como desayuno. Y cuando había desayunado, condujo fuera de la cueva a sus gordos rebaños retirando con facilidad la gran piedra de la entrada. Y la volvió a poner como si colocara la tapa a una aljaba. Y mientras el Cíclope encaminaba con gran estrépito sus rebaños hacia el monte, yo me quedé meditando males en lo profundo de mi pecho: ¡si pudiera vengarme y Atenea me concediera esto que la suplico...! «Y ésta fue la decisión que me pareció mejor. Junto al establo yacía la enorme clava del Ciclope, verde, de olivo; la había cortado para llevarla cuando estuviera seca. Al mirarla la comparábamos con el mástil de una negra nave de veinte bancos de remeros, de una nave de transporte amplia, de las que recorren el negro abismo: así era su longitud, así era su anchura al mirarla. Me acerqué y corté de ella como una braza, la coloqué junto a mis compañeros y les ordené que la afilaran. Éstos la alisaron y luego me acerqué yo, le agucé el extremo y después la puse al fuego para endurecerla. La coloqué bien cubriéndola bajo el estiércol que estaba extendido en abundancia por la cueva. Después ordené que sortearan quién se atrevería a levantar la estaca conmigo y a retorcerla en su ojo cuando le llegara el dulce sueño, y eligieron entre ellos a cuatro, a los que yo mismo habría deseado escoger. Y yo me conté entre ellos como quinto. Llegó el Cíclope por la tarde conduciendo sus ganados de hermosos vellones e introdujo en la amplia cueva a sus gordos rebaños, a todos, y no dejó nada fuera del profundo establo, ya porque sospechara algo o porque un dios así se lo aconsejó. Después colocó la gran piedra que hacía de puerta, levantándola muy alta, y se sentó a ordeñar las ovejas y las baladoras cabras, todas por orden, y bajo cada una colocó un recental. Luego que hubo realizado sus trabajos agarró a dos compañeros a La vez y se los preparó como cena. Entonces me acerqué y le dije al Cíclope sosteniendo entre mis manos una copa de negro vino: «"¡Aquí, Cíclope! Bebe vino después que has comido carne humana, para que veas qué bebida escondía nuestra nave. Te lo he traído como libación, por si te compadescas de mí y me enviabas a casa, pues estás enfurecido de forma ya intolerable. ¡Cruel¡, ¿cómo va a llegarse a ti en adelante ninguno de los numerosos hombres? Pues no has obrado como lo corresponde." «Así hablé, y él la tomó, bebió y gozó terriblemente bebiendo la dulce bebida. Y me pidió por segunda vez: «"Dame más de buen grado y dime ahora ya tu nombre para que te ofrezca el don de hospitalidad con el que te vas a alegrar. Pues también la donadora de vida, la Tierra, produce para los Cíclopes vino de grandes uvas y la lluvia de Zeus se las hace crecer. Pero esto es una catarata de ambrosia y néctar." «Así habló, y yo le ofrecí de nuevo rojo vino. Tres veces se lo llevé y tres veces bebió sin medida. Después, cuando el rojo vino había invadido la mente del Cíclope, me dirigí a él con dulces palabras: «"Cíclope, ¿me preguntas mi célebre nombre? Te to voy a decir, mas dame tú el don de hospitalidad como me has prometido. Nadie es mi nombre, y Nadie me llaman mi madre y mi padre y todos mis compañeros." «Así hablé, y él me contestó con corazón cruel: «"A Nadie me lo comeré el último entre sus compañeros, y a los otros antes. Este será tu don de hospitalidad." «Dijo, y reclinándose cayó boca arriba. Estaba tumbadó con su robusto cuello inclinado a un lado, y de su garganta saltaba vino y trozos de carne humana; eructaba cargado de vino. «Entonces arrimé la estaca bajo el abundante rescoldo para que se calentara y comencé a animar con mi palabra a todos los compañeros, no fuera que alguien se me escapara por miedo. Y cuando en breve la estaca estaba a punto de arder en el fuego, verde como estaba, y .resplandecía terriblemente, me acerqué y la saqué del fuego, y mis compañeros me rodearon, pues sin duda un demón les infundiá gran valor. Tomaron la aguda estaca de olivo y se la clavaron arriba en el ojo, y yo hacía fuerza desde arriba y le daba vueltas. Como cuando un hombre taladra con un trépano la madera destinada a un navío otros abajo la atan a ambos lados con una correa y la madera gira continua, incesantemente , así hacíamos dar vueltas, bien asida, a la estaca de punta de fuego en el ojo del Cíclope, y la sangre corría por la estaca caliente. Al arder la pupila, el soplo del fuego le quemó todos los párpados, y las cejas y las raíces crepitaban por el fuego. Como cuando un herrero sumerge una gran hacha o una garlopa en agua fría para templarla y ésta estride grandemente pues éste es el poder del hierro , así estridía su ojo en torno a la estaca de olivo. Y lanzó un gemido grande, horroroso, y la piedra retumbó en torno, y nosotros nos echamos a huir aterrorizados. «Entonces se extrajo del ojo la estaca empapada en sangre y, enloquecido, la arrojó de sí con las manos. Y al punto se puso a llamar a grandes voces a los Cíclopes que habitaban en derredor suyo, en cuevas por las ventiscosas cumbres. Al oír éstos sus gritos, venían cada uno de un sitio y se colocaron alrededor de su cueva y le preguntaron qué le afligía: «"¿Qué cosa tan grande sufres, Polifemo, para gritar de esa manera en la noche inmortal y hacernos abandonar el sueño? ¿Es que alguno de los mortales se lleva tus rebaños contra tu voluntad o te está matando alguien con engaño o con sus fuerzas?" «Y les contestó desde la cueva el poderoso Polifemo: «"Amigos, Nadie me mata con engaño y no con sus propias fuerzas." «Y ellos le contestaron y le dijeron aladas palabras: «"Pues si nadie te ataca y estás solo... es imposible escapar de la enfermedad del gran Zeus, pero al menos suplica a tu padre Poseidón, al soberano." «Así dijeron, y se marcharon. Y mi corazón rompió a reír: ¡cómo los había engañado mi nombre y mi inteligencia irreprochable! «El Cíclope gemía y se retorcía de dolor, y palpando con las manos retiró la piedra de la entrada. Y se sentó a la puerta, las manos extendidas, por si pillaba a alguien saliendo afuera entre las ovejas. ¡Tan estúpido pensaba en su mente que era yo! Entonces me puse a deliberar cómo saldrían mejor las cosas ¡si encontrará el medio de liberar a mis compañeros y a mí mismo de la muerte..! Y me puse a entretejer toda clase de engaños y planes, ya que se trataba de mi propia vida . Pues un gran mal estaba cercano. Y me pareció la mejor ésta decisión: los carneros estaban bien alimentádos, con densos vellones, hermosos y grandes, y tenían una lana color violeta. Conque los até en silencio, juntándolos de tres en tres, con mimbres bien trenzadas sobre las que dormía el Cíclope, el monstruo de pensamientos impíos; el carnero del medio llevaba a un hombre, y los otros dos marchaban a cada lado, salvando a mis compañeros. Tres carneros llevaban a cada hombre. »Entonces yo... había un carnero; el mejor con mucho de todo su rebaño. Me apoderé de éste por el lomo y me coloqué bajo su velludo vientre hecho un ovillo, y me mantenía con ánimo paciente agarrado con mis manos a su divino vellón. Así aguardamos gimiendo a Eos divina, y cuando se mostró la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, sacó a pastar a los machos de su ganado. Y las hembras balaban por los corrales sin ordeñar, pues sus ubres rebosaban. Su dueño, abatido por funestos dolores, tentaba el lomo de todos sus carneros, que se mantenían rectos. El inocente no se daba cuenta de que mis compañeros estaban sujetos bajo el pecho de las lanudas ovejas. El último del rebaño en salir fue el carnero cargado con su lana y conmigo, que pensaba muchas cosas. El poderoso Polifemo lo palpó y se dirigió a él: «"Carnero amigo, ¿por qué me sales de la cueva el último del rebaño? Antes jamás marchabas detrás de las ovejas, sino que, a grandes pasos, llegabas el primero a pastar las tiernas flores del prado y llegabas el primero a las corrientes de los ríos y el primero deseabas llegar al establo por la tarde. Ahora en cambio, eres el último de todos. Sin duda echas de menos el ojo de tu soberano, el que me ha cegado un hombre villano con la ayuda de sus miserables compañeros, sujetando mi mente con vino, Nadie, quien todavía no ha escapado te lo aseguro de la muerte. ¡Ojalá tuvieras sentimientos iguales a los míos y estuvieras dotado de voz para decirme dónde se ha escondido aquél de mi furia! Entonce sus sesos, cada uno por un lado, reventarían contra el suelo por la cueva, herido de muerte, y mi corazón se repondría de los males que me ha causado el vil Nadie." «Así diciendo alejó de sí al carnero. Y cuando llegamos un poco lejos de la cueva y del corral, yo me desaté el primero de debajo del carnero y liberé a mis compañeros. Entonces hicimos volver rápidamente al ganado de finas patas, gordo por la grasa, abundante ganado, y lo condujimos hasta llegar a la nave. «Nuestros compañeros dieron la bienvenida a los que habíamos escapado de la muerte, y a los otros los lloraron entre gemidos. Pero yo no permití que lloraran, haciéndoles señas negativas con mis cejas, antes bien, les di órdenes de embarcar al abundante ganado de hermosos vellones y de navegar el salino mar. «Embarcáronlo enseguida y se sentaron sobre los bancos, y, sentados, batían el canoso mar con los remos. «Conque cuando estaba tan lejos como para hacerme oír si gritaba, me dirigí al Cíclope con mordaces palabras: «"Cíclope, no estaba privado de fuerza el hombre cuyos compañeros ibas a comerte en la cóncava cueva con tu poderosa fuerza. Con razón te tenían que salir al encuentro tus malvadas acciones, cruel, pues no tuviste miedo de comerte a tus huéspedes en tu propia casa. Por ello te han castigado Zeus y los demás dioses." «Así hablé, y él se irritó más en su corazón. Arrancó la cresta de un gran monte, nos la arrojó y dio detrás de la nave de azuloscura proa, tan cerca que faltó poco para que alcanzara lo alto del timón. El mar se levantó por la caída de la piedra, y el oleaje arrastró en su reflujo, la nave hacia el litoral y la impulsó hacia tierra. Entonces tomé con mis manos un largo botador y la empujé hacia fuera, y di órdenes a mis compañeros de que se lanzaran sobre los remos para escapar del peligro, haciéndoles señas con mi cabeza. Así que se inclinaron hacia adelante y remaban. Cuando en nuestro recorrido estábamos alejados dos veces la distancia de antes, me dirigí al Cíclope, aunque mis compañeros intentaban impedírmelo con dulces palabras a uno y otro lado: «"Desdichado, ¿por qué quieres irritar a un hombre salvaje?, un hombre que acaba de arrojar un proyectil que ha hecho volver a tierra nuestra nave y pensábamos que íbamos a morir en el sitio. Si nos oyera gritar o hablar machacaría nuestras cabezas y el madero del navío, tirándonos una roca de aristas resplandecientes, ¡tal es la longitud de su tiro!" «Así hablaron, pero no doblegaron mi gran ánimo y me dirigí de nuevo a él airado: «"Cíclope, si alguno de los mortales hombres te pregunta por la vergonzosa ceguera de tu ojo, dile que lo ha dejado ciego Odiseo, el destructor de ciudades; el hijo de Laertes que tiene su casa en Itaca." «Así hablé, y él dio un alarido y me contestó con su palabra: «"¡Ay, ay, ya me ha alcanzado el antiguo oráculo! Había aquí un adivino noble y grande, Telemo Eurímida, que sobresalía por sus dotes de adivino y envejeció entre los Cíclopes vaticinando. Éste me dijo que todo esto se cumpliría en el futuro, que me vería privado de la vista a manos de Odiseo. Pero siempre esperé que llegara aquí un hombre grande y bello, dotado de un gran vigor; sin embargo, uno que es pequeño, de poca valía y débil me ha cegado el ojo después de sujetarme con vino. Pero ven acá, Odiseo, para que te ofrezca los dones de hospitalidad y exhorte al ínclito, al que conduce su carro por la tierra, a que te dé escolta, pues soy hijo suyo y él se gloría de ser mi padre. Sólo él, si quiere, me sanará, y ningún otro de los dioses felices ni de los mortales hombres." «Así habló, y yo le contesté diciendo: «"¡Ojalá pudiera privarte también de la vida y de la existencia y enviarte a la mansión de Hades! Así no te curaría el ojo ni el que sacude la tierra." «Así dije, y luego hizo él una súplica a Poseidón soberano, tendiendo su mano hacia el cielo estrellado: «"Escúchame tú, Poseidón, el que abrazas la tierra, el de cabellera azuloscura. Si de verdad soy hijo tuyo y tú te precias de ser mi padre , concédeme que Odiseo, el destructor de ciudades, no llegue a casa, el hijo de Laertes que tiene su morada en Itaca. Pero si su destino es que vea a los suyos y llegue a su bien edificada morada y a su tierra patria, que regrese de mala manera: sin sus compañeros, en nave ajena, y que encuentre calamidades en casa." «Así dijo suplicando, y le escuchó el de azuloscura cabellera. A continuación levantó de nuevo una piedra mucho mayor y la lanzó dando vueltas. Hizo un esfuerzo inmenso y dio detrás de la nave de azuloscura proa, tan cerca que faltó poco para que alcanzara lo alto del timón. Y el mar se levantó por la caída de la piedra, y el oleaje arrastró en su reflujo la nave hacia el litoral y la impulsó hacia tierra. «Conque por fin llegamos a la isla donde las demás naves de buenos bancos nos aguardaban reunidas. Nuestros compañeros estaban sentados llorando alrededor, anhelando continuamente nuestro regreso. Al llegar allí, arrastramos la nave sobre la arena y desembarcamos sobre la ribera del mar. Sacamos de la cóncava nave los ganados del Cíclope y los repartimos de modo que nadie se fuera sin su parte correspondiente. «Mis compañeros, de hermosas grebas, me dieron a mí solo, al repartir el ganado, un carnero de más, y lo sacrifiqué sobre la playa en honor de Zeus, el que reúne las nubes, el hijo de Crono, el que es soberano de todos, y quemé los muslos. Pero no hizo caso de mi sacrificio, sino que meditaba el modo de que se perdieran todas mis naves de buenos bancos y mis fieles compañeros. «Estuvimos sentados todo el día comiendo carne sin parar y bebiendo dulce vino, hasta el sumergirse de Helios. Y cuando Helios se sumergió y cayó la oscuridad, nos echamos a dormir sobre la ribera del mar. «Cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, di orden a mis compañeros de que embarcaran y soltaran amarras, y ellos embarcaron, se sentaron sobre los bancos y, sentados, batían el canoso mar con los remos. «Así que proseguimos navegando desde allí, nuestro corazón acongojado, huyendo con gusto de la muerte, aunque habíamos perdido a nuestros compañeros.» 

CANTO X 
LA ISLA DE EOLO. EL PALACIO DE CIRCE LA HECHICERA 
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Arribamos a la isla Eolia, isla flotante donde habita Eolo Hipótada, amado de los dioses inmortales. Un muro indestructible de bronce la rodea, y se yergue como roca pelada. «Tiene Eolo doce hijos nacidos en su palacio, seis hijas y seis hijos mozos, y ha entregado sus hijas a sus hijos como esposas. Siempre están ellos de banquete en casa de su padre y su venerable madre, y tienen a su alcance alimentos sin cuento. Durante el día resuena la casa, que huele a carne asada, con el sonido de la flauta, y por la noche duermen entre colchas y sobre lechos taladrados junto a sus respetables esposas. Conque llegamos a la ciudad y mansiones de éstos. Durante un mes me agasajó y me preguntaba detalladamente por Ilión, por las naves de los argivos y por el regreso de los aqueos, y yo le relaté todo como me correspondía. Y cuando por fin le hablé de volver y le pedí que me despidiera, no se negó y me proporcionó escolta. Me entregó un pellejo de buey de nueve años que él había desollado, y en él ató las sendas de mugidores vientos, pues el Cronida le había hecho despensero de vientos, para que amainara o impulsara al que quisiera. Sujetó el odre a la curvada nave con un brillante hilo de plata para que no escaparan ni un poco siquiera, y me envió a Céfiro para que soplara y condujera a las naves y a nosotros con ellas. Pero no iba a cumplirlo, pues nos vimos perdidos por nuestra estupidez. «Navegamos tanto de día como de noche durante nueve días, y al décimo se nos mostró por fin la tierra patria y pudimos ver muy cerca gente calentándose al fuego. Pero en ese momento me sobrevino un dulce sueño; cansado como estaba, pues continuamente gobernaba yo el timón de la nave que no se lo encomendé nunca a ningún compañero, a fin de llegar más rápidamente a la tierra patria. «Mis compañeros conversaban entre sí y creían que yo llevaba a casa oro y plata, regalo del magnánimo Eolo Hipótada. Y decía así uno al que tenía al lado: «"¡Ay, ay, cómo quieren y honran a éste todos los hombres a cuya ciudad y tierra llega! De Troya se trae muchos y buenos tesoros como botín; en cambio, nosotros, después de llevar a cabo la misma expedición, volvemos a casa con las manos vacías. También ahora Eolo le ha entregado esto correspondiendo a su amistad. Conque, vamos, examinemos qué es, veamos cuánto oro y plata se encierra en este odre." «Así hablaban, y prevaleció la decisión funesta de mis compañeros: desataron el odre y todos los vientos se precipitaron fuera, mientras que a mis compañeros los arrebataba un huracán y los llevó llorando de nuevo al ponto lejos de la patria. Entonces desperté yo y me puse a cavilar en mi irreprochable ánimo si me arrojaría de la nave para perecer en el mar o soportaría en silencio y permanecería todavía entre los vivientes. Conque aguanté y quedéme y me eché sobre la nave cubriendo mi cuerpo. Y las naves eran arrastradas de nuevo hacia la isla Eofa por una terrible tempestad de vientos, mientras mis compañeros se lamentaban. «Por fin pusimos pie en tierra, hicimos provisión de agua y enseguida comenzaron mis compañeros a comer junto a las rápidas naves. Cuando nos habíamos hartado de comida y bebida tomé como acompañantes al heraldo y a un compañero y me encaminé a la ínclita morada de Eolo, y lo encontré banqueteando en compañía de su esposa a hijos. Cuando llegamos a la casa nos sentamos sobre el umbral junto a las puertas, y ellos se levantaron admirados y me preguntaron: «"¿Cómo es que has vuelto, Odiseo? ¿Qué demón maligno ha caído sobre ti? Pues nosotros te despedimos gentilmente para que llegaras a tu patria y hogar a donde quiera que te fuera grato." «Así dijeron, y yo les contesté con el corazón acongojado: «"Me han perdido mis malvados compañeros y, además, el maldito sueño. Así que remediadlo, amigos, pues está en vuestras manos." «Así dije, tratando de calmarlos con mis suaves palabras, pero ellos quedaron en silencio, y por fin su padre me contestó: «"Márchate enseguida de esta isla, tú, el más reprobable de los vivientes, que no me es lícito acoger ni despedir a un hombre que resulta odioso a los dioses felices. ¡Fuera!, ya que has llegado aquí odiado por los inmortales." «Así diciendo, me arrojó de su casa entre profundos lamentos. Así que continuamos nagevando con el corazón acongojado, y el vigor de mis hombres se gastaba con el doloroso remar, pues debido a nuestra insensatez ya no se nos presentaba medio de volver. «Navegamos tanto de día como de noche durante seis días, y al séptimo arribamos a la escarpada ciudadela de Lamo, a Telépilo de Lestrigonia, donde el pastor que entra llama a voces al que sale y éste le contesta; donde un hombre que no duerma puede cobrar dos jomales, uno por apacentar vacas y otro por conducir blancas ovejas, pues los caminos del día y de la noche son cercanos. «Cuando llegamos a su excelente Puerto lo rodea por todas partes roca escarpada, y en su boca sobresalen dos acantilados, uno frente a otro, por lo que la entrada es estrecha , todos mis compañeros amarraron dentro sus curvadas naves, y éstas quedaron atadas, muy juntas, dentro del Puerto, pues no se hinchaban allí las olas ni mucho ni poco, antes bien había en torno una blanca bonanza. Sólo yo detuve mi negra nave fuera del Puerto, en el extremo mismo, sujeté el cable a la roca y subiendo a un elevado puesto de observación me quedé allí: no se veía labor de bueyes ni de hombres, sólo humo que se levantaba del suelo. «Entonces envié a mis compañeros para que indagaran qué hombres eran de los que comen pan sobre la tierra, eligiendo a dos hombres y dándoles como tercer compañero a un heraldo. Partieron éstos y se encaminaron por una senda llana por donde los carros llevaban leña a la ciudad desde los altos montes. Y se toparon con una moza que tomaba agua delante de la ciudad, con la robusta hija de Antifates Lestrigón. Había bajado hasta la fuente Artacia de bella corriente, de donde solían llevar agua a la ciudad. Acercándose mis compañeros se dirigieron a ella y le pregtmtaron quién era el rey y sobre quiénes reinaba, Y enseguida les mostró el elevado palacio de su padre. Apenas habían entrado, encontraron a la mujer del rey, grande como la cima de un monte, y se atemorizaron ante ella. Hizo ésta venir enseguida del ágora al ínclito Antifates, su esposo, quien tramó la triste muerte para aquéllos. Así que agarró a uno de mis compañeros y se lo preparó como almuerzo, pero los otros dos se dieron a la fuga y llegaron a las naves. Entonces el rey comenzó a dar grandes voces por la ciudad, y los gigantescos Lestrígones que lo oyeron empezaron a venir cada uno de un sitio, a miles, y se parecían no a hombres, sino a gigantes. Y desde las rocas comenzaron a arrojarnos peñascos grandes como hombres, así que junto a las naves se elevó un estruendo de hombres que morían y de navíos que se quebraban. Además, ensartábanlos como si fueran peces y se los llevaban como nauseabundo festín. «Conque mientras mataban a éstos dentro del profundo Puerto, saqué mi aguda espada de junto al muslo y corté las amarras de mi nave de azuloscura proa. Y, apremiando a mis compañeros, les ordené que se inclinaran sobre los remos para poder escapar de la desgracia. Y todos a un tiempo saltaron sobre ellos, pues temían morir. «Así que mi nave evitó de buena gana las elevadas rocas en dirección al ponto, mientras que las demás se perdían allí todas juntas. Continuamos navegando con el corazón acongojado, huyendo de la muerte gozosos, aunque habíamos perdido a los compañeros. «Y llegamos a la isla de Eea, donde habita Circe, la de lindas trenzas, la terrible diosa dotada de voz, hermana carnal del sagaz Eetes: ambos habían nacido de Helios, el que lleva la luz a los mortales, y de Perses, la hija de Océano. «Allí nos dejamos llevar silenciosamente por la nave a lo largo de la ribera hasta un puerto acogedor de naves y es que nos conducía un dios. Desembarcamos y nos echamos a dormir durante dos días y dos noches, consumiendo nuestro ánimo por motivo del cansancio y el dolor. Pero cuando Eos, de lindas trenzas, completó el tercer día, tomé ya mi lanza y aguda espada y, levantándome de junto a la nave, subí a un puesto de observación por si conseguía divisar labor de hombres y oír voces. Cuando hube subido a un puesto de observación, me detuve y ante mis ojos ascendía humo de la tierra de anchos caminos a través de unos encinares y espeso bosque, en el palacio de Circe. Asi que me puse a cavilar en mi interior si bajaría a indagar, pues había vistó humo enrojecido. «Mientras así cavilaba me pareció lo mejor dirigirme primero a la rápida nave y a la ribera del mar para distribuir alimentos a mis compañeros, y enviarlos a que indagaran ellos. Y cuando ya estaba cerca de la curvada nave, algún dios se compadeció de mí -solo como estaba-, pues puso en mi camino un enorme ciervo de elevada cornamenta. Bajaba éste desde el pasto del bosque a beber al río, pues ya lo tenía agobiado la fuerza del sol. Así que en el momento en que salía lo alcancé en medio de la espalda, junto al espinazo. Atravesólo mi lanza de bronce de lado a lado y se desplomó sobre el polvo chillando y su vida se le escapó volando. Me puse sobre él, saqué de la herida la lanza de bronce y lo dejé tirado en el suelo. Entre tanto, corté mimbres y varillas y, trenzando una soga como de una braza, bien torneada por todas partes, até los pies del terrible monstruo. Me dirigí a la negra nave con el animal colgando de mi cuello y apoyado en mi lanza, pues no era posible llevarlo sobre el hombro con una sola mano y es que la bestia era descomunal. Arrojéla por fin junto a la nave y desperté a mis compañeros, dirigiéndome a cada uno en particular con dulces palabras: «"Amigos, no descenderemos a la morada de Hades por muy afligidos que estemos , hasta que nos llegue el día señalado. Conque, vamos, mientras tenemos en la rápida nave comida y bebida, pensemos en comer y no nos dejemos consumir por el hambre." «Así dije, y pronto se dejaron persuadir por mis palabras. Se quitaron de encima las ropas, junto a la ribera del estéril mar, y contemplaron con admiración al ciervo y es que la bestia era descomunal. Así que cuando se hartaron de verlo con sus ojos, lavaron sus manos y se prepararon espléndido festín. «Así pasamos todo el día, hasta que se puso el sol, dándonos a comer abundante carne y delicioso vino. Y cuando se puso el sol y cayó la oscuridad nos echamos a dormir junto a la ribera del mar. «Cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa los reuní en asamblea y les comuniqué mi palabra: «"Escuchad mis palabras, compañeros, por muchas calamidades que hayáis soportado. Amigos, no sabemos dónde cae el Poniente ni dónde el Saliente, dónde. se oculta bajo la tierra Helios, que alumbra a los mortales, ni dónde se levanta. Conque tomemos pronto una resolución, si es que todavía es posible, que yo no lo creo. Al subir a un elevado puesto de observación he visto una isla a la que rodea, como corona, el ilimitado mar. Es isla de poca altura, y he podido ver con mis ojos, en su mismo centro, humo a través de unos encinares y espeso bosque." «Así dije, y a mis compañeros se les quebró el corazón cuando recordaron las acciones de Antifates Lestrigón y la violencia del magnánimo Cíclope, el comedor de hombres. Lloraban a gritos y derramaban abundante llanto; pero nada conseguían con lamentarse. Entonces dividí en dos grupos a todos mis compañeros de buenas grebas y di un jefe a cada grupo. A unos los mandaba yo y a los otros el divino Euríloco. Enseguida agitamos unos guijarros en un casco de bronce y saltó el guijarro del magnánimo Euríloco. Conque se puso en camino y con él veintidós compañeros que lloraban, y nos dejaron atrás a nosotros gimiendo también. «Encontraron en un valle la morada de Circe, edificada con piedras talladas, en lugar abierto. La rodeaban lobos montaraces y leones, a los que había hechizado dándoles brebajes maléficos, pero no atacaron a mis hombres, sino que se levantaron y jugueteaban alrededor moviendo sus largas colas. Como cuando un rey sale del banquete y le rodean sus perros moviendo la cola pues siempre lleva algo que calme sus impulsos , así los lobos de poderosas uñas y los leones rodearon a mis compañeros, moviendo la cola. Pero éstos se echaron a temblar cuando vieron las terribles bestias. Detuviéronse en el pórtico de la diosa de lindas trenzas y oyeron a Circe que cantaba dentro con hermosa voz, mientras se aplicaba a su enorme e inmortal telar ¡y qué suaves, agradables y brillantes son las labores de las diosas! Entonces comenzó a hablar Polites, caudillo de hombres, mi más preciado y valioso compañero: «"Amigos, alguien no sé si diosa o mujer está dentro cantando algo hermoso mientras se aplica a su gran telar que todo el piso se estremece con el sonido . Conque hablémosle enseguida." «Así dijo, y ellos comenzaron a llamar a voces. Salió la diosa enseguida, abrió las brillantes puertas y los invitó a entrar. Y todos la siguieron en su ignorancia, pero Euríloco se quedó allí barruntando que se trataba de una trampa. Los introdujo, los hizo sentar en sillas y sillones, y en su presencia mezcló queso, harina y rubia miel con vino de Pramnio. Y echó en esta pócima brebajes maléficos para que se olvidaran por completo de su tierra patria. «Después que se lo hubo ofrecido y lo bebieron, golpeólos con su varita y los encerró en las pocilgas. Quedaron éstos con cabeza, voz, pelambre y figura de cerdos, pero su mente permaneció invariable, la misma de antes. Así quedaron encerrados mientras lloraban; y Circe les echó de comer bellotas, fabucos y el fruto del cornejo, todo lo que comen los cerdos que se acuestan en el suelo. «Conque Euríloco volvió a la rápida, negra nave para informarme sobre los compañeros y su amarga suerte, pero no podía decir palabra con desearlo mucho , porque tenía átravesado el corazón por un gran dolor: sus ojos se llenaron de lágrimas y su ánimo barruntaba el llanto. Cuando por fin le interrogamos todos llenos de admiración, comenzó a contarnos la pérdida de los demás compañeros: «"Atravesamos los encinares como ordenaste, ilustre Odiseo, y encontramos en un valle una hermosa mansión edificada con piedras talladas, en lugar abierto. Allí cantaba una diosa o mujer mientras se aplicaba a su enorme telar; los compañeros comenzaron a llamar a voces; salió ella, abrió las brillantes puertas y nos invitó a entrar. Y todos la siguieron en su ignorancia, pero yo no me quedé por barruntar que se trataba de una trampa. Así que desaparecieron todos juntos y no volvió a aparecer ninguno de ellos, y eso que los esperé largo tiempo sentado." «Así habló; entonces me eché al hombro la espada de clavos de plata, grande, de bronce, y el arco en bandolera, y le ordené que me condujera por el mismo camino, pero él se abrazó a mis rodillas y me suplicaba, y, lamentándose, me dirigía aladas palabras: « “No me lleves allí a la fuerza, Odiseo de linaje divino; déjame aquí, pues sé que ni volverás tú ni traerás a ninguno de tus compañeros. Huyamos rápidamente con éstos, pues quizá podamos todavía evitar el día funesto". «Así habló, pero yo to contesté diciendo: «"Euríloco, quédate tú aquí comiendo y bebiendo junto a la negra nave, que yo me voy. Me ha venido una necesidad imperiosa." «Así diciendo, me alejé de la nave y del mar. Y cuando en mi marcha por el valle iba ya a llegar a la mansión de Circe, la de muchos brebajes, me salió al encuentro Hermes, el de la varita de oro, semejante a un adolescente, con el bozo apuntándole ya y radiante de juventud. Me tomó de la mano y, llamándome por mi nombre, dijo: «"Desdichado, ¿cómo es que marchas solo por estas lomas, desconocedor como eres del terreno? Tus compañeros están encerrados en casa de Circe, como cerdos, ocupando bien construidas pocilgas. ¿Es que vienes a rescatarlos? No creo que regreses ni siquiera tú mismo, sino que te quedarás donde los demás. Así que, vamos, te voy a librar del mal y a salvarte. Mira, toma este brebaje benéfico, cuyo poder te protegerá del día funesto, y marcha a casa de Circe. Te voy a manifestar todos los malvados propósitos de Circe: te preparará una poción y echará en la comida brebajes, pero no podrá hechizarte, ya que no lo permitirá este brebaje benéfico que te voy a dar. Te aconsejaré con detalle: cuando Circe trate de conducirte con su larga varita, saca de junto a tu muslo la aguda espada y lánzate contra ella como queriendo matarla. Entonces te invitará, por miedo, a acostarte con ella. No réchaces por un momento el lecho de la diosa, a fin de que suelte a tus compañeros y te acoja bien a ti. Pero debes ordenarla que jure con el gran juramento de los dioses felices que no va a meditar contra ti maldad alguna ni te va a hacer cobarde y poco hombre cuando te hayas desnudado”. «Así diciendo, me entregó el Argifonte una planta que había arrancado de la tierra y me mostró su propiedades: de raíz era negra, pero su flor se asemejaba a la leche. Los dioses la llaman moly, y es difícil a los hombres mortales extraerla del suelo, pero los dioses lo pueden todo. «Luego marchó Hermes al lejano Olimpo a través de la isla boscosa y yo me dirigí a la mansión de Circe. Y mientras marchaba, mi corazón revolvía muchos pensamientos. Me detuve ante las puertas de la diosa de lindas trenzas, me puse a gritar y la diosa oyó mi voz. Salió ésta, abrió las brillantes puertas y me invitó a entrar. Entonces yo la seguí con el corazón acongojado. Me introdujo e hizo sentar en un sillón de clavos de plata, hermoso, bien trabajado, y bajo mis pies había un escabel. Preparóme una pócima en copa de oro, para que la bebiera, y echó en ella un brebaje, planeando maldades en su corazón. «Conque cuando me lo hubo ofrecido y lo bebí aunque no me había hechizado , tocóme con su varita y, llamándome por mi nombre, dijo: «"Marcha ahora a la pocilga, a tumbarte en compañía de tus amigos." «Así dijo, pero yo, sacando mi aguda espada de junto al muslo, me lancé sobre Circe, como deseando matarla. Ella dió un fuerte grito y corriendo se abrazó a mis rodillas y, lamentándose, me dirigió aladas palabras: «"¿Quién y de dónde eres? ¿Dónde tienes tu ciudad y tus padres? Estoy sobrecogida de admiración, porque no has quedado hechizado a pesar de haber bebido estos brebajes. Nadie, ningún otro hombre ha podido soportarlos una vez que los ha hebido y han pasado el cerco de sus dientes. Pero tú tienes en el pecho un corazón imposible de hechizar. Así que seguro que eres el asendereado Odiseo, de quien me dijo el de la varita de oro, el Argifonte que vendría al volver de Troya en su rápida, negra nave. Conque, vamos, vuelve tu espada a la vaina y subamos los dos a mi cama, para que nos entreguemos mutuamente unidos en amor y lecho." «Así dijo, pero yo me dirigí a ella y le contesté: «"Circe, ¿cómo quieres que sea amoroso contigo? A mis compañeros los has convertido en cerdos en tu palacio, y a mí me retienes aquí y, con intenciones perversas, me invitas a subir a tu aposento y a tu cama para hacerme cobarde y poco hombre cuando esté desnudo. No desearía ascender a tu cama si no aceptaras al menos, diosa, jurarme con gran juramento que no vas a meditar contra mí maldad alguna." «Así dije, y ella al punto juró como yo le había dicho. Conque, una vez que había jurado y terminado su promesa, subí a la hermosa cama de Circe. «Entre tanto, cuatro siervas faenaban en el palacio, las que tiene como asistentas en su morada. Son de las que han nacido de fuentes, de bosques y de los sagrados ríos que fluyen al mar. Una colocaba sobre los sillones cobertores hermosos y alfombras debajo; otra extendía mesas de plata ante los sillones, y sobre ellas colocaba canastillas de oro; la tercera mezclaba delicioso vino en una crátera de plata y distribuía copas de oro, y la cuarta traía agua y encendía abundante fuego bajo un gran trípode y así se calentaba el agua. Cuando el agua comenzó a hervir en el brillante bronce, me sentó en la bañera y me lavaba con el agua del gran trípode, vertiendola agradable sobre mi cabeza y hombros, a fin de quitar de mis miembros el cansancio que come el vigor. Cuando me hubo lavado, ungido con aceite y vestido hermosa túnica y manto, me condujo e hizo sentar sobre un sillón de clavos de plata, hermoso, bien trabajado y bajo mis pies había un escabel. Una sierva derramó sobre fuente de plata el aguamanos que llevaba en hermosa jarra de oro, para que me lavara, y al lado extendió una mesa pulimentada. La venerable ama de llaves puso comida sobre ella y añadió abundantes piezas escogidas, favoreciéndome entre los presentes. Y me invitaba a que comiera, pero esto no placía a mi ánimo y estaba sentado con el pensamiento en otra parte, pues mi ánimo presentía la desgracia. Cuando Circe me vio sentado sin echar mano a la comida y con fuerte pesar, colocóse a mi lado y me dirigió aladas palabras: «"¿Por qué, Odiseo, permaneces sentado como un mudo consumiendo tu ánimo y no tocas siquiera la comida y la bebida? Seguro que andas barruntando alguna otra desgracia, pero no tienes nada que temer, pues ya te he jurado un poderoso juramento." «Así habló, y entonces le contesté diciendo: «"Circe, ¿qué hombre como es debido probaría comida o bebida antes de que sus compañeros quedaran libres y él los viera con sus ojos? Conque, si me invitas con buena voluntad a beber y comer, suelta a mis fieles compañeros para que pueda verlos con mis ojos." «Así dije; Circe atravesó el mégaron con su varita en las manos, abrió las puertas de las pocilgas y sacó de allí a los que parecían cerdos de nueve años. Después se colocaron enfrente, y Circe, pasando entre ellos, untaba a cada uno con otro brebaje. Se les cayó la pelambre que había producido el maléfico brebaje que les diera la soberana Circe y se convirtieron de nuevo en hombres aún más jóvenes que antes y más bellos y robustos de aspecto. Y me reconocieron y cada uno me tomaba de la mano. A todos les entró un llanto conmovedor -toda la casa resonaba que daba pena , y hasta la misma diosa se compadeció de ellos. Así que se vino a mi lado y me dijo la divina entre las diosas: «"Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, marcha ya a tu rápida nave junto a la ribera del mar. Antes que nada, arrastrad la nave hacia tierra, llevad vuestras posesiones y armas todas a una gruta y vuelve aquí después con tus fieles compañeros." «Así dijo, mi valeroso ánimo se dejó persuadir y me puse en camino hacia la rápida nave junto a la ribera del mar. Conque encontré junto a la rápida nave a mis fieles compañeros que lloraban lamentablemente derramando abundante llanto. Como las terneras que viven en el campo salen todas al encuentro y retozan en torno a las vacas del rebaño que vuelven al establo después de hartarse de pastar (pues ni los cercados pueden ya retenerlas y, mugiendo sin cesar corretean en torno a sus madres), así me rodearon aquéllos, llorando cuando me vieron con sus ojos. Su ánimo se imaginaba que era como si hubieran vuelto a su patria y a la misma ciudad de Itaca, donde se habían criado y nacido. Y, lamentándose, me decían aladas palabras: «"Con tu vuelta, hijo de los dioses, nos hemos alegrado lo mismo que si hubiéramos llegado a nuestra patria Itaca. Vamos, cuéntanos la pérdida de los demás compañeros." «Así dijeron, y yo les hablé con suaves palabras: «"Antes que nada, empujaremos la rápida nave a tierra y llevaremos hasta una gruta nuestras posesiones y armas todas. Luego, apresuraos a seguirme todos, para que veáis a vuestros compañeros comer y beber en casa de Circe, pues tienen comida sin cuento." «Así dije, y enseguida obedecieron mis ordenes. Sólo Euríloco trataba de retenerme a todos los compañeros y, hablándoles, decía aladas palabras: «"Desgraciados, ¿a dónde vamos a ir? ¿Por qué deseáis vuestro daño bajando a casa de Circe, que os convertirá a todos en cerdos, lobos o leones para que custodiéis por la fuerza su gran morada, como ya hizo el Cíclope cuando nuestros compañeros llegaron a su establo y con ellos el audaz Odiseo? También aquéllos perecieron por la insensatez de éste." «Así habló; entonces dudé si sacar la larga espada de junto a mi robusto muslo y, cortándole la cabeza, arrojarla contra el suelo, aunque era pariente mío cercano. Pero mis compañeros me lo impidieron, cada uno de un lado, con suaves palabras: «"Hijo de los dioses, dejaremos aquí a éste, si tú así lo ordenas, para que se quede junto a la nave y la custodie. Y a nosotros llévanos a la sagrada mansión de Circe." «Así diciendo, se alejaron de la nave y del mar. Pero Euríloco no se quedó atrás, junto a la cóncava nave, sino que nos siguió, pues temía mis terribles amenazas. «Entre tanto, Circe lavó gentilmente a mis otros compañeros que estaban en su morada, los ungió con brillante aceite y los vistió con túnicas y mantos. Y los encontramos cuando se estaban banqueteando en el palacio. Cuando se vieron unos a otros y se contaron todo, rompieron a llorar entre lamentos, y la casa toda resonaba. Así que la divina entre las diosas se vino a mi lado y dijo: «"Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no excitéis más el abundance llanto, pues también yo conozco los trabajos que habéis sufrido en el ponto lleno de peces y los daños que os han causado en tierra firme hombres enemigos. Conque, vamos, comed vuestra comida y bebed vuestro vino hasta que recobréis las fuerzas que teníais el día que abandonasteis la tierra patria de la escarpada Itaca; que ahora estáis agotádos y sin fuerzas; con el duro vagar siempre en vuestras mientes. Y vuestro ánimo no se llena de pensamientos alegres, pues ya habéis sufrido mucho." «Así dijo, y nuestro valeroso ánimo se dejó persuadir. Allí nos quedamos un año entero día tras dia , dándonos a comer carne en abundancia y delicioso vino. Pero cuando se cumplió el año y volvieron las estaciones con el transcurrir de los meses ya habían pasado largos días , me llamaron mis fieles compañeros y me dijeron: «"Amigo, piensa ya en la tierra patria, si es que tu destino es que te salves y llegues a tu bien edificada morada y a tu tierra patria." «Así dijeron, y mi valeroso ánimo se dejó persuadir. Estuvimos todo un día, hasta la puesta del sol, comiendo carne en abundancia y delicioso vino. Y cuando se puso el sol y cayó la oscuridad, mis compañeros se acostaron en el sombrío palacio. Pero yo subí a la hermosa cama de Circe y, abrazándome a sus rodillas, la supliqué, y la diosa escuchó mi voz. Y hablándole, decía aladas palabras: «"Circe, cúmpleme la promesa que me hiciste de enviarme a casa, que mi ánimo ya está impaciente y el de mis compañeros, quienes, cuando tú estás lejos, me consumen el corazón llorando a mi alrededor." «Así dije, y al punto contestó la divina entre las diosas: «"Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no permanezcáis más tiempo en mi palacio contra vuestra voluntad. Pero antes tienes que llevar a cabo otro viaje; tienes que llegarte a la mansión de Hades y la terrible Perséfone para pedir oráculo al alma del tebano Tiresias, el adivino ciego, cuya mente todavía está inalterada. Pues sólo a éste, incluso muerto, ha concedido Perséfone tener conciencia; que los demás revolotean como sombras." «Así dijo, y a mí se me quebró el corazón. Rompí a llorar sobre el lecho, y mi corazón ya no quería vivir ni volver a contemplar la luz del sol. «Cuando me había hartado de llorar y de agitarme, le dije, contestándole: «"Circe, ¿y quién iba a conducirme en este viaje? Porque a la mansión de Hades nunca ha llegado nadie en negra nave." «Así dije, y al punto me contestó la divina entre las diosas: «"Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no sientas necesidad de guía en tu nave. Coloca el mástil, extiende las blancas velas y siéntate. El soplo de Bóreas la llevará, y cuando hayas atravesado el Océano y llegues a las planas riberas y al bosque de Perséfone esbeltos álamos negros y estériles cañaverales , amarra la nave allí mismo, sobre el Océano de profundas corrientes, y dirígete a la espaciosa morada de Hades. Hay un lugar donde desembocan en el Aqueronte el Piriflegetón y el Kotyto, difluente de la laguna Estigia, y una roca en la confluencia de los dos sonoros ríos. Acércate allí, héroe así te lo aconsejo , y, cavando un hoyo como de un codo por cada lado, haz una libación en honor de todos los muertos, primero con leche y miel, luego con delicioso vino y en tercer lugar, con agua. Y esparce por encima blanca harina. Suplica insistentemente a las inertes cabezas de los muertos y promete que, cuando vuelvas a Itaca, sacrificarás una vaca que no haya parido, la mejor, y llenarás una pira de obsequios y que, aparte de esto, sólo a Tiresias le sacrificarás una oveja negra por completo, la que sobresalga entre vuestro rebaño. Cuando hayas suplicado a la famosa rata de los difuntos, sacrifica allí mismo un carnero y una borrega negra, de cara hacia el Erebo; y vuélvete para dirigirte a las corrientes del río, donde se acercarán muchas almas de difuntos. Entonces ordena a tus compañeros que desuellen las víctimas que yacen en tierra atravesadas por el agudo bronce, que las quemen después de desollarlas y que supliquen a los dioses, al tremendo Hades y a la terrible Perséfone. Y tú saca de junto al muslo la aguda espada y siéntate sin permitir que las inertes cabezas de los muertos se acerquen a la sangre antes de que hayas preguntado a Tiresias. Entonces llegará el adivino, caudillo de hombres, que te señalará el viaje, la longitud del camino y el regreso, para que marches sobre el ponto lleno de peces." «Así dijo, y enseguida apareció Eos, la del trono de oro. Me vistió de túnica y manto, y ella; la ninfa, se puso una túnica grande, sutil y agradable, echó un hermoso ceñidor de oro a su cintura y sobre su cabeza puso un velo. Entonces recorrí el palacio apremiando a mis compañeros con suaves palabras, poniéndome al lado de cada hombre: «"Ya no durmáis más tiempo con dulce sueño; marchémonos, que la soberana Circe me ha revelado todo." «Así dije, y su valeroso ánimo se dejó persuadir. Pero ni siquiera de allí pude llevarme sanos y salvos a mis compañeros. Había un tal Elpenor, el más joven de todos, no muy brillante en la guerra ni muy dotado de mientes, que, por buscar la fresca, borracho como estaba, se había echado a dormir en el sagrado palacio de Circe, lejos de los compañeros. Cuando oyó el ruido y el tumulto, levantóse de repente y no reparó en volver para bajar la larga escalera, sino que cayó justo desde el techo. Y se le quebraron las vértebras del cuello y su alma bajó al Hades. «Cuando se acercaron los demás les dije mi palabra: «"Seguro que pensáis que ya marchamos a casa, a la querida patria, pero Circe me ha indicado otro viaje a las mansiones de Hades y la terrible Perséfone para pedir oráculo al tebano Tiresias." «A sí dije, y el corazón se les quebró; sentáronse de nuevo a llorar y se mesaban los cabellos. Pero nada consiguieron con lamentarse. «Y cuándo ya partíamos acongojados hacia la nave y la ribera del mar derramando abundante llanto, acercóse Circe a la negra nave y ató un carnero y una borrega negra, marchando inadvertida. ¡Con facilidad!, pues ¿quién podría ver con sus ojos a un dios comiendo aquí o allá si éste no quíere?»

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